Universidad para el siglo XXI

La opinión de:

Francisco Diaz Montilla

En 2013, la American Association of State Colleges and Universities publicó un breve informe, Top 10 Higher Education State Policy Issues for 2013, que dentificaba 10 problemas básicos de la educación superior en Estados Unidos, veamos:

1. Impulsar el desempeño institucional.

2. Apoyo estatal a la educación superior pública.

3. Política y precios de la matrícula.

4. Programas estatales de subvención y becas estudiantiles.

5. Preparación para la universidad.

6. Inmigración.

7. Educación en línea y educación basada en competencias.

8. Armas en el campus.

9. Desarrollo económico y laboral.

10. Protección a los consumidores de universidades con fines de lucro.

Algunos de estos problemas también afectan a la educación superior en Panamá. En nuestro caso, determinar cuáles son exactamente, no es tarea fácil; en parte porque no hay un plan nacional para la educación superior ni cuerpo institucional que la coordine. A modo de ejemplo, el Plan Estratégico de Gobierno 2015-2019, reconoce que “las universidades tienen una capacidad de investigación débil” (p. 99), pero no presenta una sola estrategia con el fin de mejorar esta situación.

Desde el punto de vista institucional, lo más que se logró en los últimos lustros fue crear el Consejo Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria de Panamá (Ley 52 de 26 de junio de 2015). Este, sin embargo, tiene un alcance limitado, pues se trata de un “organismo evaluador y acreditador, y representativo de los actores vinculados a la educación superior universitaria del país” (Art. 20).

En la referida ley, la universidad se concibe como una “Institución de educación superior universitaria, creada mediante ley o autorizada mediante decreto ejecutivo, que tiene como misión generar, difundir y aplicar conocimientos mediante la docencia, la investigación, la extensión y la producción, así como formar profesionales idóneos, emprendedores e innovadores y ciudadanos comprometidos con la identidad nacional y el desarrollo humano y sostenible del país” (Art. 4.32). Pero, al margen de la obvia circularidad definitoria, no está claro que las funciones del Consejo en materia de evaluación hayan tenido impacto significativo para la educación superior, salvo la de servir de elemento publicitario a las universidades públicas y particulares acreditadas.

La ausencia de un entorno institucional que determine o defina la política educativa en educación superior ha desbordado la capacidad de las instituciones universitarias para trazar la senda que debe recorrer la sociedad. No es esperable que las universidades particulares contribuyan (in)mediatamente en ese sentido, pues sus prioridades se enfocan hacia el lucro. Pero tampoco se espera que lo hagan las oficiales, inmersas en sus propias contradicciones.

Hoy en la Universidad de Panamá el proceso electoral ofrece una ocasión propicia para diagnosticar, evaluar y asumir cursos de acción que reorienten la práctica educativa. Ojalá que los movimientos de renovación, de renacimiento, de reforma, etc. que se activan cada cinco años en la primera universidad del país contribuyan en ese sentido y ofrezcan más que consignas, más que frases prefabricadas y propensas a la demagogia. La sociedad demanda una universidad distinta para el siglo XXI.

<> Este artículo  se publicó el 30 de mayo en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde

Por una cultura del conocimiento

La opinión de…

 

Francisco Díaz Montilla

Según Averroes, filósofo medieval de origen musulmán, “hay cuatro cosas que no pueden ocultarse por mucho tiempo: el conocimiento, la estupidez, la riqueza y la pobreza”.

Si consideramos los indicadores macroeconómicos, sobre todo en los términos que suelen presentar quienes dirigen el Gobierno, Panamá es un país donde se genera mucha riqueza.   Aunque, por supuesto, la generación de riqueza no significa que el país sea rico.    El éxito de pocos no es el éxito de todos, como la riqueza de algunos no es la riqueza de todos.    Es un error lógico (falacia de composición) afirmar –como hacía el actual presidente hace dos años en campaña– que si a uno le va bien, le va bien a todo el país (falacia del todo).   El hecho cierto es que pese a los indicadores y a la desproporcionada retórica aliciesca de los gobernantes, seguimos siendo un país pobre, aunque haya –repito– quienes crean lo contrario. Riqueza en manos de pocos y pobreza como condición de muchos son fenómenos ostensibles…

Con respecto a la estupidez, si es infinita, como señalara Einstein, no habría nada que decir, salvo el hecho de que hay en nosotros una especie de regocijo atávico con ella.  Somos altamente (infinitamente) estúpidos los panameños; por ello, somos muy proclives a la manipulación en todas sus formas o a vivir la vida sin un proyecto personal donde la dignidad, la autonomía, el respeto a sí mismo o al otro sean valores que lo sustenten. En nuestra estupidez, la vida se reduce a un mero estar por instinto, como las moscas, las cucarachas o las lombrices.

Lo que sí se complace en ocultarse, tal vez por más tiempo del que debiera, es el conocimiento; no porque seamos mentalmente tullidos, de hecho puedo dar fe de mucho talento individual de no pocos jóvenes que se preparan en universidades locales y extranjeras. Pero como sucede, en las mayorías de los casos, es un talento del cual el país como tal no se beneficia, ya sea porque esos jóvenes emigran o porque son absorbidos por la mediocridad concomitante a la estupidez

Personalmente creo en la división social del trabajo intelectual, un trabajo que realizan básicamente científicos, matemáticos, filósofos, juristas y artistas, entre otros; cada uno de ellos con diferentes medios, recursos y metodologías. Estos individuos, para mí, tienen un importantísimo reto que asumir, a saber, la constitución de una cultura del conocimiento como alternativa a la cultura de la estupidez que hasta ahora ha imperado en nuestro país.

La dificultad inicial radica en la necesidad de que cada uno de ellos se replantee el sentido de lo que hace. Habitualmente el científico asume que su labor tiene como confín el laboratorio; el matemático vive atrapado en su mundo de ficciones matemáticas; el filósofo –¿existe en Panamá?– en aras de asir lo universal, suele perderse en divagaciones intrascendentes y alejadas de su entorno inmediato; el jurista no siempre es consciente de la dimensión formativa de la ley, de la cual suele sacar ventajas; y el artista en pocas ocasiones supera la burbuja del mundo del arte.   En fin, al parecer han perdido de perspectiva que sus actividades son actividades que educan y, en consecuencia, humanizan.

Una cultura del conocimiento como ideal nacional no solo posibilitará individuos más educados, responsables, autónomos, etc., sino que nos inmunizará contra la estupidez, permitirá generar más riqueza y hará de la pobreza algo atípico que puede ser erradicado y no algo ante lo cual hay que resignarse.

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Este artículo se publicó el 6 de febrero  de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Nuestra condición tercermundista

La opinión de…

Francisco Díaz Montilla

Hace algunas décadas, el profesor Diego Domínguez Caballero, uno de los más brillantes profesores de filosofía con que ha contado el país, usaba la expresión “actividad de ardilla”, para referirse al “practicionismo estéril, un querer hacer y al hacer sin sentido y sin norte” que caracterizaba (y caracteriza aún) a las políticas educativas en Panamá.

Podríamos decir que la “actividad de ardilla”, de la cual hablaba el insigne profesor, es una característica propia de la administración gubernamental panameña. Las cosas son pensadas y ejecutadas en términos de aquí y ahora, mediáticamente, y ni la planificación ni la previsión existen. Y, luego, cuando los problemas nos estallan en el rostro, nos damos a la búsqueda de soluciones milagrosas de última hora, y si no las encontramos, nos servimos de todos los pretextos imaginables para justificar nuestra incompetencia.

De acuerdo con el pensamiento Alicia, que ya hemos caracterizado en otro escrito (El Pensamiento Alicia en el Gobierno, La Prensa, 20/8/2010), el país está próximo a dar el brinco hacia el primer mundo, como lo demuestra –según dicen– una economía pujante, los grandes proyectos públicos y privados que se ejecutan, etc. Aunque tal vez no sea posible dudar de la pujanza de la economía, y no hay dudas de que se realizan y se espera realizar importantes proyectos, nada de ello es determinante per se para superar el abismo que nos separa de las economías del primer mundo y su estilo de vida, que ya, de hecho, hemos asumido, pese a ser pobres.

En realidad, ni el nuevo “sistema” de transporte ni la ampliación del Canal ni la construcción de una megatorre ni los excelentes indicadores macroeconómicos son –como sugieren los voceros del Gobierno– parámetros para medir las transformaciones reales que en términos de calidad de vida experimentan los panameños, o cuan lejos o cerca estamos del primer mundo. Al parecer, los pensadores Alicia nunca fueron conscientes de que la distancia que media entre el tercer mundo y el primero era mucho mayor de lo pensado y menos conscientes fueron de que para ello es necesario una cultura de buenas prácticas, que en esencia supone una superación de la “actividad de ardilla”, de la que hablaba el profesor Diego Domínguez Caballero.

Esa cultura de buenas prácticas implica, básicamente: profesionales educados, responsables y socialmente comprometidos, que estén al frente de la administración pública, un sistema de méritos para la elección o nombramiento de funcionarios, orden, disciplina, planificación, previsión, toma de decisiones racionales y rendición de cuentas. Pero no solo no contamos con tales individuos, ni con las bases institucionales que podrían llevarnos hacia ello, sino que poco nos interesa trabajar en esa dirección.

Tres hechos recientes dan razones a favor de lo afirmado. El primero, las tristemente célebres declaraciones de un administrador de discotecas que hace de cónsul, en las que demuestra una ignorancia superlativa de la historia del país que respresenta; la segunda, la manera tan desacertada en que se ha manejado el abastecimiento de agua en la capital; la tercera, el manejo del incendio en el Centro de Cumplimiento de Menores, en Tocumen. ¿Quién (es) asume (n) la responsabilidad por estos malos manejos?

Todos estos hechos son típicas expresiones de un tercermundismo o de un subdesarrollo institucional y mental que se entroniza cada vez más y que –de seguir– pronto connotará una condición necesaria y no contingente en nosotros los panameños.

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Este artículo se publicó el 16  de enero de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

La olvidada transformación curricular

La opinión de…

Francisco Díaz Montilla

A inicios del año lectivo que está pronto a terminar, los funcionarios del Meduca, liderados por la actual ministra Lucinda Molinar, se desbocaban con respecto a los cambios que suponía la transformación curricular. Entonces, como ahora, era evidente el nivel de improvisación que exhibía el sector educativo oficial. De nada valieron las recomendaciones hechas por los docentes con respecto a las falencias de la propuesta. Lo importante era mostrar mediante una excelente plataforma publicitaria y de manipulación mediática que los cambios se habían iniciado, que no había marcha atrás, y que las voces de los críticos eran expresión de mentes retrógradas, con agendas ocultas o que –sencillamente– se oponían al cambio.

Al final, nos encontramos inmersos en un cambio que no cambió absolutamente nada, o al menos que no cambió las raíces de los problemas, nos encontramos inmersos en una transformación tirada a su suerte y de la cual se esperan milagros.

En efecto, la transformación curricular no fue pensada para atender la cuestión educativa desde la raíz, pues no contiene fórmula alguna para enmendar las malas prácticas institucionales tan comunes en las direcciones nacionales, en las direcciones regionales, en las direcciones de colegios, en el cuerpo docente, en el alumnado y en la comunidad educativa; sino que –por el contrario– se concentró en cuestiones prosaicas, como la reducción de bachilleratos y la eliminación de materias sin sustento técnico de ningún tipo.

En la propuesta de transformación curricular nunca se plantearon estrategias mínimamente razonables para transformar la atmósfera educativa reinante en los centros educativos piloto. Al final, en estas escuelas continuaron los mismos vicios y deficiencias que las restantes: no hubo supervisión de nadie, no hubo acompañamiento, así, los docentes no tienen la certeza de si lo que hicieron durante el año en sus clases estuvo bien hecho porque –entiéndase de una vez– nunca fueron capacitados para el modelo de planeamiento y evaluación con el cual la propuesta está comprometida: el modelo de competencias.

Pese a la parafernalia publicitaria del gobierno del cambio, las mochilas y la beca universal, el hecho cierto es que los estudiantes de la transformación curricular –que debieron contar con condiciones óptimas para su aprendizaje, con salones acondicionados para una educación de calidad– no obtuvieron nada de lo prometido: las aulas son las mismas aulas antipedagógicas y deprimentes por su mal estado que presentan nuestras escuelas, los recursos tecnológicos y laboratorios que servirían de soporte para la mejor realización del acto docente y que permitirían la potenciación de algunas competencias nunca llegaron.

De modo tal que –después de todo– no tuvimos con la transformación curricular un muchacho más estimulado en las aulas, igual hubo un altísimo porcentaje de inasistencia y continuó la deserción por problemas que nada tienen que ver con la oferta educativa ni con la poca humanidad del docente (pobreza, marginalidad, exclusión), el índice de fracasos no es mejor que el de años anteriores, y menos aún se puede hablar de estudiantes más competentes que los formados según los métodos “tradicionales”.

Pareciera, pues, que nuestros problemas educativos son más complejos que la cantidad o tipos de bachilleratos que ofrecemos, o los cursos que eliminamos o el enfoque que le damos a la enseñanza.

Ciertamente, los resultados de esta infundada aventura se conocerán dentro de dos o tres años. Pero mientras ello sucede, la improvisación, la desidia, la ignorancia y las malas prácticas institucionales han partido por delante. Y por los vientos que soplan en Meduca, pareciera que 2011 no será lo suficientemente favorable para revertir o enmendar de alguna manera la deplorable situación en que se ha traducido la publicitada transformación curricular de la educación panameña.

<> Este artículo se publicó el 7 de diciembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

La historia es también asunto de intereses

La opinión de…

Francisco Díaz Montilla

La historia registra que cuando el general Mariano Montilla tuvo conocimiento de los hechos de la “independencia” de Panamá de España, el 28 de noviembre de 1821 sentenció: “no cabe duda de que Panamá es tierra de comerciantes, ha sabido evitar los horrores de la guerra proclamando en buena hora su independencia”.

Ciertamente, mientras el resto del continente libraba su independencia desde una década atrás en el campo de batalla, los istmeños permanecimos fieles a la corona española, y si finalmente actuamos como hicimos se debió a un cálculo de utilidades que –al menos para los sectores comerciantes– era sumamente prometedor. Entonces eran irrelevantes los ideales de Nación,  independencia y soberanía. Lo determinante, por el contrario, era que la Gran Colombia de Bolívar,   a la cual nos uníamos voluntariamente, garantizara el libre comercio por el Istmo.

81 años, 11 meses y 25 días más tarde, la historia sería similar.   En esta ocasión no hubo pagos de salarios atrasados a soldados, aunque sí sobornos a importantes funcionarios del Gobierno de Colombia y a otros “patriotas”, algunos de ellos elevados a la categoría de próceres, y –sobre todo– la posibilidad de realizar magníficos negocios con la construcción del canal de Panamá por parte de Estados Unidos.

Lo demás es historia: un chino muerto y una mula heroica, un tratado que cedía a perpetuidad parte del territorio nacional y un artículo de la Carta Magna que legalizaba las intervenciones norteamericanas en el Istmo.     En fin, un país mutilado que habría de iniciar un tortuoso proceso de autoafirmación que, en pleno siglo XXI, no termina de realizarse y que –según parece– ya no interesa.

Años después de la separación de Colombia, una de las mentes más preclaras que ha vivido en este país,  Eusebio A. Morales,   señalaba en uno de sus escritos que el problema principal de los panameños era la ausencia total de sentimiento patrio, y que entre los involucrados en los hechos secesionistas había quienes no creían en la empresa que estaban realizando, y que el móvil de las acciones de estas personas era más bien crematístico.

Pero los panameños sobredimensionamos los hechos y celebramos pomposamente con marchas, salomas, bandas musicales de poca monta y bailes que no vienen al caso, acontecimientos  de los cuales no tenemos la más remota idea o que carecen de proyección nacional pero que súbitamente –debido a la extraordinaria fantasía de historiadores de cuentos de hadas (historiadores Alicia) o de retóricos gubernamentales– parecieran ser la manifestación del alma nacional que desborda todo condicionamiento temporal (incidente de la tajada de sandía, 10 de noviembre de 1821, 5 de noviembre de 1903, etc.).

No somos capaces de darnos la oportunidad de evaluar los acontecimientos y el actuar humano bajo la mirada de la crítica, ni de advertir que –después de todo– nada es sagrado en la historia, o mejor dicho:   no somos capaces de advertir que no hay historia humana sagrada,  y que la historia no puede entenderse sino a partir de los intereses que la hacen posible.

Reconocer esto es el punto de partida para la tan necesaria tarea de desmitificar nuestro pasado, una tarea tanto más necesaria si se tiene en cuenta que la historia es un excelente recurso para la manipulación ideológica y política y para la propaganda oficial, y una forma de alimentar la alienante cultura del grupo o del rebaño, con todas las consecuencias discriminatorias que esa cultura implica.

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<> Este artículo se publicó el 15  de noviembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
Más artículos del autor  en: https://panaletras.wordpress.com/category/diaz-montilla-francisco/

Sobre indultos y constitucionalidad

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La opinión de….

Francisco Díaz Montilla

Pasada la vorágine con respecto a la inhabilitación profesional a dos periodistas, quiero compartir algunas inquietudes con los ciudadanos de este país.   Cuando la señora Ana Matilde Gómez fue condenada, quienes celebraron la sentencia señalaban que la Corte había fallado de acuerdo con la justicia. El argumento era simple y contundente: Violar la Constitución es un delito. Toda persona que comete un delito merece ser sancionado. La señora Gómez violó la Constitución; ergo…

Durante mucho tiempo los mandatarios instituyeron una mala práctica con respecto a la facultad constitucional de indultar. Por supuesto, el numeral 12 del artículo 184 de la Constitución es claro al señalar que el Presidente puede indultar por delitos políticos, asimismo puede rebajar pena o conceder libertad condicional a los reos de delitos comunes. Igual claridad encontramos en el artículo 116 del Código Penal. A pesar de ello, los gobernantes –muy a conveniencia– indultaban a medio mundo.

No es hasta el 30 de junio de 2008 cuando el pleno de la Corte reitera en un fallo lo evidente para todos, menos para los gobernantes: El Presidente de la República no puede decretar indultos por delitos que no sean de naturaleza política, y siempre que haya habido una condena.

Pero, ¿qué es un delito político? He allí una pregunta que no se puede responder desde el derecho mismo, sino desde la doctrina.   La Corte es del criterio de que “el hecho que en nuestro sistema no se cuente con el marco objetivo que identifique con amplitud y precisión el significado técnico de lo que es un delito político, no puede justificar, ni la mala práctica que con esa excusa, se decreten indultos con relación a cualquier tipo de conducta delictiva…” Pese a ello, “esta corporación de justicia, en ausencia de una norma legal que desarrolle el concepto constitucional de delito político, interpreta que los delitos a los que hace alusión la frase “delitos políticos” en el numeral 12 del artículo 184 de la Constitución Política de la República de Panamá, se refiere a los delitos contra la personalidad interna del Estado y los delitos electorales”.

Señala la Corte que “el Presidente de la República posee una facultad constitucional para decretar indultos, empero el ejercicio de esa potestad no puede ejercerse de manera arbitraria o apresurada, sin atender la condición que la propia norma superior le impone al Ejecutivo, para el efectivo y eficaz ejercicio de esa facultad”.

Es claro, entonces, que el Presidente de la República no puede –por disposición constitucional– indultar sobre delitos que la Carta Magna no le autorice. Actuar en contrario es violar la Constitución, y ya sabemos qué implica tal violación.

Por supuesto, indultos de este tipo requieren que la Corte se pronuncie. Si esta es imparcial, mínimamente consistente y entiende el derecho como una práctica racionalmente fundada difícilmente podrá contravenir lo expresado en el fallo anterior. Entonces, para quienes “defendieron” la Constitución en el caso de la señora Gómez, la pregunta –al tenor del artículo 191 de la Carta Magna– es: ¿debería ser sancionado el Presidente por violar la norma fundamental al indultar sobre asuntos para los cuales no tiene competencia?    No olvidemos que en el juicio contra la señora Gómez una cosa quedó clara: Que los fallos de la Corte pueden usarse como pruebas de la comisión de delito.

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<> Este artículo se publicó el 17  de octubre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

 

Más artículos del autor en: https://panaletras.wordpress.com/category/diaz-montilla-francisco/

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Pensar críticamente

La opinión de….

Francisco Díaz Montilla 


La lógica y la filosofía son disciplinas sintéticas o integradoras. En el caso de la lógica porque es la base de toda disciplina con pretensiones de racionalidad: no puedo hablar de ciencia ni de matemáticas, si no es bajo el supuesto de principios racionales que la lógica enuncia, explica y fundamenta.

En el caso de la filosofía, porque dada la naturaleza crítica que la caracteriza, los resultados de las ciencias se convierten en fuente de problemas filosóficos: creación vs. evolución, naturaleza de la materia, el sentido del tiempo, intuición del espacio, la dimensión cultural del hombre, el hombre como ser finito e histórico, el hombre en cuanto que homo faber y homo oeconomicus, en fin. Para el Ministerio de Educación estos problemas son lo de menos, pero para quienes enseñamos filosofía y lógica se trata de algo de suma importancia desde el punto de vista formativo.

En mis clases suelo considerar situaciones problemáticas propias de la ciencia, la matemática, la historia, la literatura, entre otras, y no pocas veces me he quedado pasmado ante las respuestas de los alumnos y ante las formas en que enfocan los problemas en los exámenes (de hecho casi la totalidad los evade): exhiben una capacidad argumentativa y crítica que tiende a cero.

Mis estudiantes de lógica tienen serios problemas al trabajar con aritmética y álgebra básicas; les resulta harto difícil entender, por ejemplo, la diferencia entre la probabilidad de una disyunción de eventos mutuamente excluyentes y la de una disyunción inclusiva. En sus “argumentos”, las razones lógicas ceden ante el “así se ha hecho siempre”, “es así porque lo escuché”, “es así porque lo dijeron en la tele”, etc.

Mis estudiantes de filosofía, por otro lado, son incapaces de dar una explicación coherente del teorema de Pitágoras y de aplicarlo a un caso concreto, o de aplicar las leyes de Newton a situaciones particulares. Son manifiestamente incapaces de redactar un párrafo razonado y coherente que contenga cinco líneas (imagínense la conmoción surgida cuando se les pidió que escribieran un ensayo).

Aunque son estudiantes de ciencias, no tienen una visión de ésta, ni de lo que esa palabra podría significar. El estudio de la ciencia debería inducir en ellos una actitud crítica, interrogadora y un sano escepticismo. Pues no, nada de eso. Se trata de casos que constituyen claros contraejemplos de que el estudio de la ciencia no nos hace necesariamente más críticos ni desarrolla en el estudiante un sentido de autonomía intelectual.

En ellos al dogma le va mejor. Hay cosas que se creen porque sí, pues de lo contrario serías una mala persona. Así, creen en la existencia del alma, pero no son capaces de dar una razón que justifique esa creencia; desdeñan las explicaciones evolucionistas, a las que consideran inventos de científicos locos o porque ¡de un árbol no se pueden obtener relojes!; creen –sin advertir la circularidad– que la Biblia es verdadera porque es la palabra de Dios y que Dios existe porque lo dice la Biblia; creen que las creencias religiosas nada tienen que ver con la cultura, razón por la cual los no–cristianos –incluidos ateos, agnósticos e idólatras (animistas, politeístas, etc.)– se condenarán en el infierno, a menos que acepten a Cristo.

Moraleja: si generalizamos esos datos, entonces nuestro sistema educativo ha fracasado en la consecución de un objetivo básico, el del pensamiento crítico; lo preocupante de todo esto es que no hay indicios de que con la transformación curricular vaya a revertirse esa situación.

<>Artículo publicado el 3  de septiembre de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

El pensamiento Alicia en el gobierno

La opinión de…


Francisco Díaz Montilla

El filósofo Gustavo Bueno, (Pensamiento Alicia: sobre la Alianza de las Civilizaciones, http://www.nodulo.org/ec/2005/n045p02.htm), denomina pensamiento Alicia al que “simplemente nos introduce en ese mundo irreal sin medir las distancias que guarda con el mundo real nuestro… ”.

“Lo característico del pensamiento Alicia es precisamente la borrosidad de las referencias internas del mundo que describe y la ausencia de distancia entre ese mundo irreal y el nuestro. (…) Simplemente se nos pone delante de este mundo maravilloso como algo que ya puede considerarse como dado, porque acaso sólo es la codicia, la estupidez o la ignorancia de algunos hombres lo que nos separa de él”.

Lo aliciesco es un fenómeno global que no discrimina: recurren a él los grupos sindicales de izquierda, los militantes ecologistas y los creyentes en la mitología del libre mercado y de la mano invisible.

En Panamá no hemos escapado de esta influencia, pues sobre todo los políticos –no importa de qué partido sean– han dado exhibiciones magistrales. De acuerdo con ellos, el país está pronto a dar el salto al primer mundo, como lo demuestran los excelentes indicadores macroeconómicos recientes, aunque nuestras instituciones sean un desastre, persistan niveles de pobreza, de exclusión y de marginalidad social realmente escandalosos.

Con la presente administración, lo aliciesco ha adquirido una dimensión de antología debido a una Asamblea que es incapaz de discutir algo por sí misma y a una Corte para la posteridad que le hadado la espalda a la justicia. Pero sobre todo debido a un Presidente Alicia que llegó a la Presidencia protagonizando una campaña aliciesca para un pueblo idiota. Prometió cambio, aunque nunca expresó en qué consistía.

En el poder ha resultado vendedor de eslóganes: “Ahora le toca al pueblo” (¿qué exactamente?). Y cuando las cosas no salen bien, no hay problemas, ya se han identificado a aquellos codiciosos e ignorantes que impiden lograr los objetivos trazados: el PRD, los diarios, los noticieros de pacotilla, los rojos de Suntracs o de Frenadeso, la sociedad civil que se opone a todo y que no representa a nadie, o los borrachos e ignorantes indios de Bocas que podrán saber mucho de cultivo de banano o de cosecha de café, pero a quienes les está vedado rebelarse para reclamar derechos conculcados.

Un Presidente Alicia no puede tener sino ministros Alicia. En los titulares de Trabajo, de Desarrollo Social y de Educación lo aliciesco es monumental y admirable. Para la primera, pareciera que el desarrollo material de la sociedad no tuviese nada que ver con la fuerza de trabajo de los trabajadores: hay que enfocarse en la empresa y punto.   El segundo no supera la visión light de la pobreza y de los problemas sociales que exhibiera como conductor de un programa de TV. Y la tercera, más allá del estribillo soso de “estamos haciendo historia, estamos haciendo cosas hermosas” parece no haber advertido las inconsistencias de una desastrosa transformación curricular que no supera los linderos de la improvisación.

Tal vez ninguno de ellos se compare al director de la Policía Nacional, quien hace poco señalaba que la violencia en Panamá era un asunto de percepción. Lo aliciesco nos ha invadido, se ha instalado en el Gobierno y –por lo pronto– dudo que lo podamos erradicar.

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Este artículo se publicó el 20 de agosto de 2010  en el diario La Prensa,  a quienes damos, lo mismo que al autor,  todo el crédito que les corresponde.

Verdades y conveniencia

La opinión de…

Francisco Díaz Montilla

Hay contextos en que los hechos pierden su condición de tales y devienen en otra cosa, sobre todo cuando se tienen intereses que satisfacer. A partir de ellos se puede decir cosas que no se creen o que no se sienten: incluso la mentira se traduce en ventajas que no pueden ser desatendidas. Maquiavelo tenía esto muy claro, y los políticos lo han entendido y aplicado a la perfección.  O si no, preguntémosle al actual Presidente.

En 2005, por ejemplo, cuando los manifestantes de Conusi, Suntracs y Frenadeso protestaban en las calles en contra de la reforma a la Ley de Seguridad Social, sólo había un responsable: el Gobierno, que desatendía el clamor popular e imponía una ley inconsulta aprovechando la mayoría en la Asamblea.

Entonces, quienes protestaban no eran facinerosos, ni eran delincuentes, sino que constituían una expresión genuina de la manifestación de un pueblo hastiado de gobiernos corruptos y antidemocráticos.

Para los gobernantes de ese momento, las protestas eran expresión de intereses ocultos cuya finalidad era poner en jaque al sistema democrático.

Cinco años después, en una situación similar –salvo por los muertos y los tuertos– las opiniones son otras. Los hechos son formalmente similares: una ley absurda que se aprueba sin discusión y sin consulta, y se impone porque sí; pero las valoraciones son diferentes.

Quien hoy es Presidente y algunos de sus ministros han descubierto que estaban equivocados: los de Conusi, Sunctracs, Frenadeso –los mismos que ayer luchaban contra las reformas de Martín Torrijos– y otros representantes de la sociedad civil nunca fueron expresión de nada legítimo: ahora se trata de indígenas ignorantes y de delincuentes equiparables a narcotraficantes y terroristas que deben ser exterminados,  porque lo que está en juego es el sistema democrático. Un sistema democrático –por demás– excluyente, injusto, arbitrario; un sistema democrático que sólo ellos –los que “gobiernan”– entienden y comparten.

¿Hay contradicción aquí? Por supuesto que no: una cosa es lo que por conveniencia admito y afirmo hoy, y otra muy diferente lo que admití y afirmé ayer.

En una entrevista, la tristemente célebre ministra de Educación, Lucinda Molinar, señalaba que los hechos acaecidos en Bocas tenían ribetes políticos y económicos. Aunque la frase es de plano anfibológica, su sentido –dado el contexto– era claro: descalificar a un movimiento legítimo surgido como respuestas a las acciones de un Gobierno que –igual que el anterior– desatiende los intereses populares, es impositivo y arbitrario. Se ha acusado –igual que hace un lustro– a los manifestantes de perseguir intereses inconfesados y de vulnerar la institucionalidad democrática y el Estado de derecho.

En una cultura poca democrática, es parte del rol del gobernante endilgar responsabilidades a terceros, descalificar a los críticos, y reprimir e imponer el orden (el orden, no la justicia), pero deliberadamente olvidan que lo que somete la institucionalidad y el Estado de derecho que dicen defender son sus propias actuaciones.

Hemos llegado a un estado de cosas en el cual el poder público no emana del pueblo, sino del capricho del Presidente;   el Estado no se funda en el derecho, sino en la voluntad de los lacayos de la Asamblea o de los Magistrados de la penosa y surreal Corte Suprema de Justicia. Continúe por ese camino, señor Presidente; siga confirmando que –como decía Einstein– la estupidez humana es infinita.

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Este artículo se publico el 16 de julio de 2010  en el diario La Prensa,  a quienes damos, lo mismo que al autor,  todo el crédito que les corresponde.

La Ley tres por tres en uno o ley golazo

La opinión de….

Francisco Díaz Montilla

Saínz y Moreno definen la técnica legislativa como “el arte de redactar los preceptos jurídicos de forma bien estructurada, que cumpla con el principio de seguridad jurídica y los principios generales del derecho”. Desde nuestro punto de vista, dicho arte entraña no solo la redacción como tal, sino que la propia iniciativa está fundamentada en ella. Es decir, desde que una propuesta es presentada a la consideración del pleno, debe estar estructurada sobre requisitos mínimamente relevantes. Uno de esos requisitos es la coherencia.

La coherencia se refiere a las relaciones de contenido que tienen los enunciados, es una cualidad semántica existente al interior del discurso que busca que el texto presente una estructura o un sentido lógico.

La coherencia puede ser entendida de manera global o de manera local. La coherencia global tiene que ver con la unidad temática del texto, es decir, el tema central que da sentido al texto como totalidad; se refiere, igualmente, a que las distintas partes mantengan relaciones de significado y que haya una adecuada progresión temática. En cambio, la coherencia local se refiere a la unidad temática de sus segmentos.

Si consideramos estos elementos conceptuales, se podría decir que no hay justificación para una aberración jurídica como la aprobada ley 9–1. El punto no es que la ley de marras modifique tres códigos y seis leyes, el punto es que esas modificaciones nada tienen que ver entre sí.

Veamos. De acuerdo con los proponentes, la ley “adopta medidas para promover el desarrollo sostenible de la aviación comercial, actividades en desarrollo, y dicta otras disposiciones”. No todas las disposiciones que dicta tienen que ver con el objetivo central de la ley, el cual –según el artículo primero– es: “promover el desarrollo sostenible de la aviación comercial en Panamá y otras actividades en desarrollo en el país, así como establecer las condiciones para la capacitación del recurso humano panameño, para que éste pueda acceder a los beneficios de dicho desarrollo”.

En la exposición de motivos de la ley, las referencias a tales actividades abundan. Ello muestra cuál es la razón de la ley. No se hace –sin embargo– alusión alguna a las reformas al Código de Trabajo, ni a las reformas del Código Penal, ni a los estudios de impacto ambiental para proyectos de “interés social”, ni al estatus de los tongos que cometen ciertos delitos en el ejercicio de sus funciones. ¿Es esto razonable? Por supuesto que no.

Las preguntas que el histriónico ministro de Gobierno, el presidente de la Asamblea Nacional y sus colegas de la alianza deben responder son:

¿Qué relación existe entre la motivación de la ley, el objetivo principal y las reformas al Código de Trabajo, al Código Penal, el estudio de impacto ambiental y la disposición sobre la no detención de los miembros de la policía?

¿Cuál es el grado de correspondencia existente entre la aviación, el turismo y los artículos reformados a las leyes y códigos mencionados?

¿Cuáles son los objetivos de las reformas a las disposiciones en materia de huelga? ¿Contribuyen esas reformas –las de la huelga– al desarrollo del país?

¿Cómo exactamente?

¿Qué intereses protegen esas reformas?

En un estado de derecho es esperable que las autoridades respondan razonablemente por sus actuaciones.   Mientras esas respuestas no se den o sean insatisfactorias, los ciudadanos tenemos –como ha sucedido ahora– el derecho moral de cuestionar tantas veces como sea necesario y, de ser necesario a salir, a las calles, aun bajo la amenaza de cárcel.

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Este artículo se publico el 15 de junio de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que a l autor,  todo el crédito que les corresponde.

Sobre protestas callejeras

La opinión de…..

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Francisco Díaz Montilla

Es irrazonable esperar que las acciones llevadas a cabo por los grupos populares que a diario cierran calles y originan tranques se ajusten siempre a la ley. Si la legalidad fuese una condición necesaria para aceptar una determinada acción llevada a cabo por parte de los grupos de presión, entonces muchos de los cambios sociales que registra la historia habrían de desestimarse por haber tenido una base ilegal.

No hay cambio social sin oposición y sin fuerza, y muchas veces –tal vez siempre– la base de esa oposición es ilegal. Es inconcebible pensar en la realización de la Revolución francesa, la Independencia de Estados Unidos, la Separación de Panamá de Colombia o la lucha por los derechos civiles como actos compatibles con las leyes vigentes en esos momentos.

Las leyes no son expresión de la realización de mundos jurídicos posibles ideales. Son, por el contrario, expresión de intereses concretos. Nada hay divino en la ley, y las leyes pueden ser siempre cuestionadas.

Cuando de protestas se trata, la idea de (i) legalidad remite a una sui géneris visión por parte del Gobierno, el cual recurrirá a elementos ideológicos como la seguridad nacional, el orden o el imperio de la ley, aunque sus actuaciones en no pocos casos evidencien lo contrario. Remite también a la sui géneris visión que poseen los sectores sociales afectados.   Son éstos quienes recurren a la defensa de terceros derechos de los ciudadanos o grupos afectados (empresarios o comerciantes, etc.), a pesar de que las protestas pueden tener como detonante la vulneración de derechos fundamentales no atendidos por las instancias que debieran atenderlos (las propias empresas y el Gobierno).

Los panameños –por las razones que sean– no hemos instituido un modelo socioeconómico que nos permita a todos los ciudadanos satisfacer las necesidades básicas y así asentar las bases para un proyecto de vida personal digna. Mientras esto continúe, tendremos insatisfacciones sociales (cierres de calles, protestas, etc.) que jamás podrán ser silenciadas, pese a las draconianas medias que se apliquen.

Es un hecho que los sistemas políticos, sobre todo en el Tercer Mundo, no siempre responden a las necesidades e inquietudes de los asociados en los términos en que deberían hacerlo.   Es decir, no siempre se responde a las legítimas demandas de los asociados, ya sea porque no hay interés en responder, porque la posible respuesta podría contravenir intereses de sectores sociales relacionados con el poder político y económico, por la existencia de vacíos o lagunas normativas que impiden una toma de decisiones razonable o por incompetencia.

La histriónica postura de quienes gobiernan y de los puritanos de la ley es que en una democracia “ésas no son maneras de solucionar los problemas”, y tienen razón en ello.   Pero no pasemos por alto que la noción de democracia –contrario a lo que nos dicen los manuales de ciencias políticas– es una noción vaga o borrosa.

La fuerza como forma de solución de problemas podría no justificarse en un Estado de derecho institucionalmente fuerte, no excluyente, transparente, eficiente en su gestión y justo en su proyección en la vida social de los asociados.

Pero en una democracia de cartón como la panameña: deficiente institucionalmente, excluyente, clientelista, incompetente, corrupta, represiva y sorda a las legítimas demandas de los ciudadanos, la actuación al margen de las formalidades jurídicas es una opción innegablemente válida.

Si no queremos protestatarios en las calles, entonces empecemos a hacer las cosas mejores de lo que hasta hoy han sido.

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Artículo publicado el 1 de mayo de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Educación y humanismo

La opinión de…..

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Francisco Díaz Montilla


La palabra “humanismo” designa la doctrina basada en una concepción integradora de los valores humanos.   Se trata de una concepción en la cual se destaca la admiración, exaltación y elogio de la figura humana y el hombre, entendido éste como género humano, en que florecen la cultura, el deporte, el arte y todo el quehacer humano se vuelve trascendente.

Esta valoración de lo humano es inherente a la Ilustración griega y tendrá –varios siglos después– una manifestación extraordinaria durante el Renacimiento europeo hacia el siglo XV.

Pronto esa finalidad desbordó la preocupación de intelectuales y académicos, incidiendo en otras esferas. En la educación tuvo un impacto insospechado, pues mediante ella el hombre se humaniza: “Tan solo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre. El hombre no es más que lo que la educación hace de él”, escribió Kant.

Pero, paradójicamente, hemos llegado a un punto donde ni siquiera tenemos claro qué significa educar; quienes decimos desempeñar esa tarea, hemos devenido –no por propia decisión– en “profesionales” de la educación, más que en educadores, y la práctica de la docencia ha pasado de arte a mero oficio al servicio de intereses no siempre dignificantes.

El país ha iniciado el presente año lectivo con una propuesta curricular que plantea más interrogantes que respuestas, propuesta en la cual la voz de los docentes ha sido desatendida y despreciada. Tristemente, en la nueva propuesta se pierde de vista el elemento articulador de la educación: el ser panameño. Pese a que la Ley 47 de 1946 señala que “el ser humano es el sujeto y el objeto de la educación…” y uno de los fines de la educación nacional es “contribuir al desarrollo integral del individuo con énfasis en la capacidad crítica, reflexiva y creadora, para tomar decisiones con una clara concepción filosófica y científica y de la sociedad…” han primado las necesidades del mercado, los cambios tecnológicos y la globalización a través de un enfoque de competencias en las cuales las competencias sociales, cívicas o ciudadanas se descuidan considerablemente. Un enfoque de competencias para competir, no para ser más solidarios, más críticos, más justos o mejores personas.

Al parecer no requerimos de ciudadanos: los trabajadores son suficientes. Eso sí, trabajadores ignorantes de sus derechos. Por ello es necesario que nuestros estudiantes aprendan las nociones del derecho comercial en el bachillerato en Comercio; pero que aprendan el derecho laboral y las protecciones que les daría la ley como potenciales trabajadores es innecesario. La verdad no sé qué palabra utilizar para caracterizar a un proyecto educativo que te “prepara” para el mundo del trabajo, pero que no te ofrece la formación mínima para enfrentar las prácticas abusivas de no pocos empleadores en nuestro medio.

Komensky en su propuesta educativa hablaba de una educación para “todos, todo y totalmente”. Con “todos” se comprendían a todos los alumnos sin distinción; con “todo”, lo que el alumno requería para su vida de infante; y con “totalmente”, al hombre íntegro considerando su vida intelectual, espiritual y física.

Difícilmente se puede hablar de vida intelectual, espiritual y física en la propuesta de transformación a la que ahora nos abocamos. Así las cosas, el gran perdedor será el país; aunque las autoridades del Meduca y los empresarios digan lo contrario.

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Este artículo se publicó el 3 de abril de 2010 en el Diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.