Yo voté por el cambio, pero…

La opinión del Escritor…

Enrique Jaramillo Levi

Yo voté por el cambio. Ante la única otra opción, la de una mujer políticamente desprestigiada que, a mi juicio, hubiera sido nefasta al frente del país, opté por lo que en ese momento sentí como la esperanza.

La mía y la de miles de panameños. Y es que uno siempre se acoraza en la esperanza, para no padecer eternamente los embates del descreimiento, la frustración y los malos augurios que se cocinan en la mente cuando el pasado siembra temores y ensombrece las entretelas del futuro.

Enfrentar la corrupción y castigarla, poner orden en la cosa pública, emprender proyectos ambiciosos que beneficien a las grandes mayorías, enrumbar las bases mismas de nuestra incipiente democracia, son ideales que la gente sensata necesariamente comparte.

Pero qué desagradable es irse decepcionando, lentamente o a pasos agigantados, cuando empiezan a agrietarse las más elementales normas que rigen los cimientos de la sensatez y los logros trabajosamente conquistados en materia de libertad de expresión, equilibrio medioambiental, equidad económica para todos los sectores, seguridad ciudadana y otros derechos humanos fundamentales, tras haber enfrentado durante tantos años el oprobio de la vieja dictadura.

Qué sensación de engaño ante la prepotencia galopante que en todos los ámbitos sentimos abiertamente o de forma solapada. Qué decepción cuando a cada rato surgen contradicciones entre lo dicho y lo que en realidad se hace o se deja de hacer; entre lo prometido en campaña y los vicios que vemos repetirse, solo que desproporcionadamente aumentados como si los estuviéramos mirando bajo el prisma ilusorio de una lupa.

Lamentablemente, todo parece indicar que la percepción no es ilusoria. Y, además, la gente siente que empieza a reptar tras bambalinas un amedrentamiento que, gestado en diversas instancias del poder, provoca un temor real en quienes no se pliegan ni transigen; sobre todo, en los que se atreven a disentir, a criticar, incluso a debatir públicamente sobre temas que en un momento dado se perciben como delicados o inconvenientes, ya sea porque las decisiones que se toman o se van a tomar riñen con la Constitución, o porque sin hacerlo amenazan el progreso de muchos a favor de unos pocos, a menudo desquiciando de paso las bases mismas de la institucionalidad.

La compra directa y la omisión del control previo recientemente decretados con excusas baladíes, además de los obvios favoritismos políticos y económicos, son buenos ejemplos. Aparte del desastre nacional que fue la reciente represión en Bocas del Toro, con sus secuelas trágicas en distintos niveles, por la terquedad de aprobar una ley obtusa e intransigente que de todos modos ha sido necesario cambiar.

Ahora los medios de información, y no pocos periodistas individuales, de diversas maneras y con pretextos disímiles empiezan a ser amedrentados. El informe de la comisión panameña ante la Sociedad Interamericana de Prensa, reunida hace unos días en Mérida, México, es clarísimo en su contundente muestreo y denuncia de peligrosos desaciertos del Gobierno en su progresivo asedio sutil o abierto a dichos medios.

Si a esto sumamos el desafío a los grupos ambientalistas, a los pobladores locales y a la salud del país mismo en materia de minería a cielo abierto y otras formas de violentar la indispensable protección ambiental en aras de un supuesto beneficio económico superlativo, además de diversas modalidades de enfrentamiento o desavenencia permanente con otros grupos de la sociedad civil, lo que tenemos es un cuadro nacional en extremo deprimente. Y, por supuesto, muy, muy preocupante.

Ante este panorama, en una sociedad democrática no queda más que organizarse. Pero al margen de los partidos políticos, de los que todos estamos hartos por esa eterna actitud convenenciera que de una manera u otra suele uniformar a los oportunistas, que son muchos de sus dirigentes. Decididamente, empezar a hacer sentir a nuestros gobernantes sólidos criterios divergentes cuando los haya, acaso más sensatos; y tal vez incluso, poco a poco, mayoritarios. Porque si la unión hace la fuerza, la fuerza de los razonamientos individuales al multiplicarse puede perfectamente convertirse en mayoría. La historia, siempre sabia, ha dado múltiples ejemplos del fenómeno.

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<> Este artículo se publicó el 4 de diciembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Desatino fusionar cultura y turismo

Desatino fusionar cultura y turismo

La opinión del laureado escritor…

Enrique Jaramillo Levi

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En un programa televisivo, el 20 de junio pasado, el entonces presidente electo Ricardo Martinelli –a pregunta del profesor Edwin Cabrera sobre el apoyo que se daría a la cultura– dijo por primera vez, y como de paso –sin que ninguno de sus interlocutores le pidiera sustentar el tema ni lo objetara como algo alarmante, ya que de inmediato pasaron a otro asunto– que pensaba fusionar al Inac con la Autoridad Nacional de Turismo. Ese rumor ya circulaba, pero hasta entonces nadie parecía “pararle bola”. Gravísimo error.

Lo es, tanto el hecho en sí como el no darle la debida importancia a este gran desatino en ciernes.  Lo sabemos todas las personas en Panamá que desde hace muchos años nos dedicamos de una u otra forma a ejercer, profesional o empíricamente, alguna de las muchas y variadas manifestaciones de la cultura, o a la difícil labor de promocionarla en un país anclado en el comercio y los servicios, con un Estado tradicionalmente indiferente a la cultura y al arte.

Si en un artículo anterior, publicado en La Prensa en tiempos de la campaña política, propuse la necesidad de crear un Ministerio de Cultura, ahora que se ha confirmado la intención de llevar a cabo esta idea tan dañina para el desarrollo de la cultura en nuestro país he quedado, además de angustiado, preocupadísimo.

Es evidente que los que abogan por la idea de fusionar al Inac con la Autoridad Nacional de Turismo piensan que la cultura es básicamente espectáculo, y una serie de monumentos históricos, museos, y folclore y, por tanto, buscan la manera de añadir nuevos itinerarios de interés a la curiosidad de los turistas.   Lograr que éstos se interesen en realizar tales visitas adicionales a lugares de esa índole estaría muy bien, por supuesto.

Pero ni la cultura es solo la suma de esos aspectos puntuales, ni se requiere para ofrecérselos a los turistas empobrecer más aún los escuálidos dineros asignados al Inac, complicar su burocracia y, obviamente, castrar administrativamente su capacidad de iniciativa y operatividad eficaz al volverse subsidiaria de una instancia de mayor interés gubernamental: el desarrollo del turismo.

Porque eso es exactamente lo que ocurrirá. La cultura se volverá totalmente dependiente del turismo, en lugar de ser una actividad autónoma, pro-activa e independiente, dotada de los fondos necesarios para un desarrollo óptimo, como solo ocurriría mediante la creación de un auténtico Ministerio de Cultura, como existe en casi cualquier otro país que se respete, hasta en los más pobres.

A principios de los 70 del siglo pasado, se realizó un experimento similar, de ingrato recuerdo por sus magros frutos culturales. Un buen día –mal día, en realidad- se fusionó cultura con deportes en un adefesio que llamaron Incude.

En la práctica, deportes se tragó casi por completo a cultura, en todo sentido: en lo administrativo, en el apoyo económico y en la imagen promocional que se proyectaba ante la ciudadanía. Y por supuesto, en todos los órdenes de su actividad creativa los artistas –pintores, teatristas, músicos, escritores, bailarines, cantantes, fotógrafos, así como historiadores, antropólogos e investigadores en todas las ramas de la cultura y el arte– salieron seriamente disminuidos de esa infausta experiencia.

Intentar ahora mezclar de otra manera peras con manzanas, no producirá más que híbridos inoperantes para el desarrollo cultural de la nación.

El turismo, además de promover y dar a conocer ampliamente a nuestro país dejando ganancias importantes a muchos sectores de la economía nacional, es una actividad que no requiere muletas para desarrollarse más y subsistir: se basta a sí mismo si está bien organizado.

La cultura también debe permanecer autónoma y reforzarse con inteligencia y buenos administradores y gestores: para ello requiere respirar sola, sin aditamentos postizos, generada desde las entrañas mismas de la sociedad, pero canalizada por el intelecto y el talento creativo.

Invito a mis colegas escritores, a los demás artistas, a los promotores culturales, y en general a todas las personas comprometidas con las actividades del intelecto y el espíritu, para que aunemos filas en contra de esta medida inconsulta.

Fusionar cultura con turismo es una nefasta espada de Damocles que se cierne sobre el desarrollo integral de la cultura, y de paso sobre el país todo, cuya implementación no hará más que disminuirnos y mimetizarnos con la dañina imagen de un Panamá siempre mercantilizado, utilitario, negativamente pragmático, sumiéndonos en un creciente ostracismo cultural propio de épocas culturalmente mucho menos avanzadas que la que permite y merece el momento actual y el futuro de la nación.

Lo que debe hacerse es fortalecer generosamente desde el actual Inac todos los aspectos teóricos y operativos de la creatividad, así como los mecanismos más idóneos de su promoción, con miras a la fundación, a mediano plazo, de un ente que tenga voz y voto en el Gabinete, y que por supuesto cuente con fondos adecuados para poder funcionar más allá del simple pago de sueldos y el mantenimiento de monumentos y museos, como hasta ahora ha sido.

Llámese Autoridad Nacional de Cultura o algo similar, con miras a un futuro Ministerio de Cultura (hasta países pobrísimos como Haití tienen un ministerio de esta jerarquía), tal entidad debe contribuir a preservar, fortalecer y desarrollar decididamente la identidad nacional, la cultura popular y las artes en todas sus manifestaciones para bien de la Nación panameña.

Y los artistas y promotores culturales debemos unirnos decididamente para defender esta posición, que no puede ser negociable, como no podría serlo jamás la existencia y defensa de nuestras raíces y proyección espiritual e intelectual como nación.

Y la actual directora del Inac, una reconocida artista, debe ser la primera en defender valiente y decididamente esta causa, sin eufemismos de ningún tipo.

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Publicado el 29 de agosto de 2009 en el diario La Prensa, a quien damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que le corresponde

Se necesita un ministerio de cultura

Se necesita un ministerio de cultura
Enrique Jaramillo Levi – Escritor

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Si bien durante la reciente campaña electoral no hubo pronunciamientos específicos en torno a la importancia de enaltecer, desarrollar y difundir las diversas manifestaciones de la cultura en nuestro país, el hecho ahora es que usted, Sr. Martinelli, ganó ampliamente y en buena lid la Presidencia como nuevo líder de la oposición, planteando la necesidad de un profundo cambio en todas las esferas de la actividad nacional. Este es entonces el momento de llevar a cabo una sensible revisión de los esquemas tradicionales sobre los que nace y crece nuestra cultura, dándole a ésta el protagonismo necesario en todos los niveles y con todos los recursos humanos, administrativos, económicos y tecnológicos al alcance de su gobierno. Hágalo, Sr. Martinelli, ofreciéndole al país un auténtico ministerio de cultura.

Cultura no es solamente lo que crean los artistas en las diversas ramas de las bellas artes y la literatura, ni únicamente lo que en sesudas publicaciones aportan los ilustrados académicos o razonan los intelectuales. Cultura es mucho más. También es, en su más amplia acepción antropológica, todo lo que el ser humano hace, piensa, crea, desarrolla; la forma en que se manifiestan las idiosincrasias en individuos y sociedad. Es el basamento mismo de la identidad nacional, que a su vez se alimenta de hábitos y costumbres: maneras de ser, hablar, comportarse y vestir, entre otros muchos elementos raigales. Cultura, en su inmensa variedad, es lo propio asumido y exteriorizado, y también todos los estudios que puedan hacerse al respecto. Es la escritura de valiosos libros y el ejercicio continuo de una lectura inteligente, así como también el mundo de las ideas. En resumen, todo lo que somos como personas, sociedad y nación es parte del complejo entramado cultural, y debe ser exaltado, cultivado y expandido. Y todo esto lo expresa creativamente el arte.

Por eso es fundamental defender la cultura de cualquier tipo de depredación, evitar que se estanque, la mutilen, no le permitan expresarse y crecer: sería una agresión al mismísimo ser humano. Así, para que todo esto se revise y funcione, para que podamos invertir en sus múltiples estrategias y manifestaciones; y nuestros artistas e intelectuales (músicos, pintores, escultores, fotógrafos, bailarines, folcloristas, cantantes, teatristas, cineastas, escritores, y también los estudiosos de cada una de estas expresiones del ser y el saber) puedan avanzar aportando obras creativas y reflexiones de la más alta calidad, que luego se conviertan en patrimonio de la nación, se requiere del apoyo del Estado.

Ha llegado el momento de convertir al Instituto Nacional de Cultura en un verdadero ministerio de cultura, proyecto demostrablemente indispensable, pero pospuesto una y otra vez por anteriores gobiernos. Porque tal entidad hace falta para tener una organización cultural perfectamente integrada, múltiple en cobertura y alcances, sólida y a la vez versátil en lo administrativo, en lo económico, en su proyección eficaz en la sociedad. Dotado de funcionarios capaces y dispuestos a rescatar lo mejor de una panameñidad raizal. Para ello, el hecho de que el ministro asignado tenga voz y voto en el Consejo de Gabinete seguramente lograría que el presupuesto de la institución no fuera sólo, como hasta ahora, para salarios y el escuálido mantenimiento de museos, teatros e iglesias. Muchas otras cosas hay por hacerse en este terreno singular que, paradójicamente, como el célebre Aleph de Borges, es al mismo tiempo todos los tiempos y espacios. Porque cultura es todo lo creado y por crearse en el ámbito de la imaginación y el intelecto, pero también en el subsuelo popular que nos nutre. Ofrézcale al país un ministerio de cultura, señor Presidente electo, y hágalo funcionar bien: con gente idónea, preparada, sensible, sin politiquería, con auténtica sabiduría intelectual y popular. Este es el momento, la coyuntura.

Publicado el 2 de junio de 2009 en el diario La Prensa

Los estigmas de la iglesia

LOS ESTIGMAS DE LA IGLESIA
Enrique Jaramillo Levi

Va siendo tiempo de que la Iglesia católica se sacuda sus ancestrales polillas, se comporte como un ente realmente moral, y tire por la borda algunos de sus más caros errores y un número significativo de nefastos desatinos. En primer lugar, debe hacerlo a la luz de ciertas aberraciones históricas cometidas, tales como los miles de crímenes impunemente perpetrados en España y en América por la “Santa” Inquisición en tiempos medievales en nombre de la fe.

Los desmentidos que tanto la ciencia como el más elemental humanismo han hecho de algunos de sus dogmas más retrógrados es otra área gris en donde la Iglesia haría bien en permitir que entren la luz y un poco de aire puro. Me refiero no sólo a la pastoril anécdota del Jardín del Edén en la que se basa toda la fábula creacionista, sino, más concretamente, a la supuesta “infalibilidad del Papa”: ¿Cuántas veces no se han equivocado los Papas, tanto en materia teológica –que a menudo no es más que una construcción humana– como en asuntos terrenales? Recordemos sólo el tristemente célebre caso de Galileo, quien tuvo que abjurar de su sabiduría por salvar la vida durante la Inquisición.

También son gravísimos desaciertos el impedimento de matrimonio para los sacerdotes; el estigma insostenible contra el divorcio por más que éste se realice por causas ineludibles y por tanto justificables; la absurda prohibición del uso de preservativos en las relaciones sexuales; y la prohibición a ultranza, sin discusión, del aborto y la eutanasia. Los católicos del mundo ya estamos hartos de tanta irracionalidad eintolerancia que no miden consecuencias al observar con ojos miopes la inmensidad del bosque de la humanidad por estar contemplando la supuesta salvación del alma de algunos árboles venidos a menos.

Es preciso lavar en público los trapos sucios del autoritarismo recalcitrante, del encubrimiento y la hipocresía, poniendo finalmente la casa de la sensatez en orden. Como sabemos, en el mundo hay gran cantidad de curas supuestamente “célibes” que o son viciosamente pedófilos o afectos al dulce encanto de las faldas, y quienes no solo no son castigados por las autoridades eclesiásticas por sus hechos aberrantes, sino que para colmo suelen ser protegidos. La verdad es que el Vaticano lleva demasiado tiempo causando gran sufrimiento y angustia, inútilmente, a millones de buenos católicos del mundo por su pésimo manejo de estos temas vitales.

Cada vez son más los católicos que abandonan su religión: fieles creyentes que han venido luchando con dignidad por preservar su fe, pero doctrinalmente obstaculizados y acosados a diario por sistemáticos empecinamientos rígidos y sometidos a ostracismos inmerecidos –se supone, por ejemplo, que los divorciados no pueden recibir la comunión (aunque muchos lo hacemos sin cargo de conciencia)–. Se trata de prohibiciones enervantes que, por supuesto, no vienen de Dios sino de los caprichos inventados por hombres que pretenden hablar en Su nombre.

Si muchas de las historias narradas en el Nuevo Testamento años después de ocurridos los hechos, implican la más extraordinaria memoria y sapiencia de quienes fueron discípulos de Jesús o lo siguieron después sin haberlo conocido en persona (San Pablo, San Agustín), qué duda cabe de que, por tanto, necesariamente esos hechos y enseñanzas derivadas son susceptibles de dudas razonables o, al menos, de interpretación. Debemos, por tanto, tener esa libertad. La de pensar. Para eso nos dio Dios el intelecto. Cualquier persona inteligente sabe que muchas de las enseñanzas que de la Biblia se desprenden no dejan de ser, más que conclusiones literales del significado real e indiscutible de esos hechos, formas alegóricas de entenderlos y proyectarlos moralmente en nuestra propia vida. Pero nada hay en ellos que aluda o siquiera sugiera las prohibiciones ridículas que la Iglesia nos impone.

Aunque por supuesto en la vida misma y en la religión la fe es la clave de esa enigmática facultad de ciegamente creer, nada nos impide razonar; incluso sobre asuntos relativos a la fe. Y mucho más cuando los crímenes antiguos y los pecados recientes de la propia Iglesia se debaten más que nunca con los instrumentos del intelecto, pero también de la emoción. Piénsese sobre todo –insisto– en tantos crímenes de lesa humanidad cometidos en nombre de la fe por la “Santa” Inquisición; y, por otra parte, en el comportamiento sexual aberrante de Alejandro VI, conocido como el Papa Borgia (el No. 214 de la Iglesia, quien ejerció entre 1492 y 1503), cruel manipulador político y mujeriego a ultranza, por sólo nombrar dos estigmas notorios. Ambos resultado de momentos históricos de innegable sustrato político y económico, cuyos ejes eran, anticristianamente, la ambición y el poder.

En cuanto a la absurda castidad exigida a los sacerdotes católicos, no olvidemos que varios de los apóstoles eran casados y que sería muy difícil que el mismísimo Jesús no tuviera las tentaciones de rigor (Dios creó con esa disposición la naturaleza humana) en cuanto a las muy naturales relaciones sexuales. En este sentido, siempre se ha especulado que el Nazareno probablemente tuvo una hermosa relación monógama con María Magdalena, acaso la más fiel de sus discípulos; y, por qué no, que hasta pudieron haber procreado. Porque, al fin y al cabo, junto con la naturaleza divina de Jesús –que otras religiones cuestionan– él era también un ser humano. ¿O acaso sólo en materia sexual no lo era? Lo cierto es que el obligado celibato de los curas no viene de Dios, sino que fue instituido por el Vaticano en el siglo XVI durante el Concilio de Trento.

Una Iglesia a menudo esclerótica, archimillonaria, pero paradójicamente huérfana de humanismo en su tratamiento práctico de los temas mencionados, no es lo que queremos hoy los verdaderos católicos. ¿Para qué nos sirve una institución renuente al cambio, que muy poco tiene de la generosidad y espíritu de sacrificio de ese Jesús que no sólo abominó de los mercaderes en el templo y de los prepotentes que ostentaban en su época el poder, sino que terminó dando la vida por nosotros?

Articulo publicado el 18 de mayo de 2009 en el diario La Prensa de Panamá.