Civilismo y minería

La opinión de…

Carlos Guevara Mann

A fin de prevenir innecesarias convulsiones sociales y salvaguardar el interés nacional, es conveniente que los diputados que debaten la reforma al Código Minero consideren cuidadosamente los antecedentes históricos de la minería en Panamá. El caso de la pretendida explotación de la mina de cobre del Cerro Colorado es particularmente relevante.

Un estudio de factibilidad divulgado por la dictadura en los años 70 presentó al Cerro Colorado como el segundo mayor yacimiento cuprífero virgen del mundo y aseguró que su aprovechamiento rendiría beneficios netos de 140 millones de balboas a corto plazo. Además, adujo que 13 mil empleos serían generados por la explotación minera y los proyectos hidroeléctricos de La Fortuna, La Estrella y Los Valles.

Para operar la mina, en 1975 se fundó la Corporación de Desarrollo Minero de Cerro Colorado (Codemin). Panamá solicitó créditos por 406 millones de balboas –una suma alarmante, entonces y ahora– para poner en marcha el proyecto (La Estrella de Panamá, 1 de enero de 1978).

A medida que el régimen avanzaba en sus intenciones y el público consideraba los impactos financieros, ecológicos y sociales de la propuesta, crecían la preocupación y el malestar en la ciudadanía, sobre todo en la provincia de Chiriquí.   Por ejemplo, el 1 de febrero de 1979   La Estrella de Panamá aludió a las aprehensiones de la Cámara de Comercio, Industrias y Agricultura de Panamá, expuestas por su presidente, César A. Tribaldos.

El 1 de marzo, en el mismo diario, varias organizaciones publicaron una carta abierta en la que señalaron su oposición a la explotación de la mina.

El 22 de abril, unos 2 mil manifestantes cerraron la vía Panamericana, en San Félix, para protestar contra los planes de la dictadura (TVN, 23 de abril de 1979).   Alrededor de esa fecha se constituyó el Comité Cívico de Defensa Integral de la Provincia de Chiriquí, el cual protestó por las violaciones constitucionales y las repercusiones ambientales que acarrearía la extracción de cobre.

Los catedráticos Alberto Quirós Guardia y Miguel Antonio Bernal hicieron grandes esfuerzos por concienciar a la ciudadanía acerca de los peligros de la minería. Tanto el Ing. Guillermo Quijano, dirigente de la oposición democrática, como el Partido Socialista de los Trabajadores, de orientación izquierdista, exigieron un plebiscito sobre la explotación de la mina.

El 26 de junio de 1979, el diario Ya! adujo que el régimen había concedido importantes contratos de Codemin, sin licitación, a un conocido publicista (muy influyente también durante el gobierno de Martín Torrijos). Se constituyó el “Comité Nacional por el no a Cerro Colorado”, presidido por el Dr. Carlos A. Morales, el cual se querelló contra Codemin y a la publicitaria beneficiada por la concesión irregular (Ya!, 28 de junio de 1979).

El Frente Nacional de Oposición (Freno) se pronunció el 9 de agosto contra el proyecto. En octubre, Ya! publicó una nota según la cual la propuesta carecía de viabilidad económica, de acuerdo con Eximbank, organismo financiero estatal de Estados Unidos (Ya!, 9 de agosto y 16 de octubre de 1979).

En agosto de 1981, el Arq. Edwin Fábrega, director del IRHE durante el régimen castrense, expresó su oposición al proyecto por la enorme cantidad de electricidad que utilizaría, equivalente a la totalidad del consumo nacional. Poco después, la dictadura decidió engavetar la propuesta, en vista de que el precio internacional del cobre no respaldaba la comercialización del mineral que se obtendría en el Cerro Colorado.

Aunque no extrajo un gramo de cobre, Codemin (y, en consecuencia, el Estado panameño) acumuló una enorme deuda. Cuando en 1984 el Dr. Arnulfo Arias enumeró los más grandes casos de corrupción de la dictadura, incluyó entre ellos a Codemin, junto con el frustrado segundo puente sobre el Canal (Van Dam) y el programa colectivo de viviendas de la Caja de Seguro Social (La Prensa, 1 de mayo de 1984).

Más adelante, una nota de prensa de la Alianza Democrática de Oposición –que aglutinó al Partido Panameñista, al Movimiento Liberal Republicano Nacionalista (Molirena) y al Partido Demócrata Cristiano– describió el desempeño de la empresa estatal como “el robo del siglo”.

La historia de Codemin provee a los diputados importantes elementos cuyo estudio contribuye a prevenir errores y estremecimientos sociales. Por el bien del país, ¡examínenla con atención!

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Este artículo se publicó el 2 de febrero  de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Pena de muerte

La opinión de…

Carlos Guevara Mann

El artículo 30 de la Constitución panameña proscribe la pena de muerte. El artículo 28, a su vez, sustenta el sistema penitenciario “en principios de seguridad, rehabilitación y defensa social”.

La misma disposición “prohíbe la aplicación de medidas que lesionen la integridad física, mental o moral de los detenidos” y dispone que los menores de edad sean “sometidos a un régimen especial de custodia, protección y educación”.

La proscripción de la pena de muerte y la regeneración de los reclusos son principios con profunda raigambre en el constitucionalismo panameño.   El primero se remonta a 1918, cuando una reforma constitucional dispuso: “no habrá en Panamá pena de muerte”. El precepto se mantuvo en las constituciones de 1941, 1945 y 1972, actualmente vigente.

En cuanto al trato que deben recibir los privados de libertad, el artículo 45 de la Constitución de 1904 indicaba: “Las cárceles son lugares de seguridad y expiación, no de castigo cruel; por lo tanto, es prohibida toda severidad que no sea necesaria para la custodia y enmienda de los presos”.

Lo mismo disponía la Constitución de 1941 y, con ligeras variaciones, la de 1946. Ambos principios, además, son parte del derecho internacional. El artículo 4 de la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, ratificada por Panamá en 1978, estatuye: “No se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido”.

Mediante el Protocolo de 1990 a esa convención, relativo a la abolición de la pena de muerte, los Estados Partes se comprometen a no aplicar “en su territorio la pena de muerte a ninguna persona sometida a su jurisdicción”.

Panamá ratificó dicho protocolo en 1991. En el Sistema de las Naciones Unidas, el artículo 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y el artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, ratificado por Panamá en 1977, proclaman que “nadie será sometido a tortura ni a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”.

Más específicamente, la Convención contra la tortura de 1984 exige, en su artículo 2, que todo Estado Parte tome “medidas legislativas, administrativas, judiciales o de otra índole eficaces para impedir los actos de tortura en todo territorio que esté bajo su jurisdicción”. Dicha convención fue ratificada por Panamá en 1987. En el derecho internacional americano, la Convención Interamericana para prevenir la tortura de 1985, ratificada por Panamá en 1991, prohíbe los tratos crueles, inhumanos y degradantes. El documento sobre Principios y Buenas Prácticas sobre la Protección de las Personas Privadas de Libertad en las Américas (2008) establece, entre otras obligaciones, la siguiente:

“Toda persona privada de libertad que esté sujeta a la jurisdicción de cualquiera de los Estados Miembros de la Organización de los Estados Americanos será tratada humanamente, con irrestricto respeto a su dignidad inherente, a sus derechos y garantías fundamentales, y con estricto apego a los instrumentos internacionales sobre derechos humanos”.

Aunque estas normas son de obligatorio cumplimiento en Panamá, bajo la dictadura castrense la ley fue supeditada a los designios de quienes usurparon los destinos del país. Sucedieron numerosos casos de tortura y ejecuciones extrajudiciales—penas de muerte en todo menos en nombre—según fue documentado en los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de 1978 y 1989, así como en el informe de la Comisión de la Verdad (2002).

Como en una democracia no hay lugar para violaciones de los preceptos señalados, los panameños teníamos motivos para esperar que incidentes como los que ocurrieron durante el régimen militar jamás se repitieran. Por eso los acontecimientos del 11 de enero en el Centro de Cumplimiento de Menores —con un espantoso saldo de siete reclusos quemados, cuatro de los cuales ya fallecieron— han causado estupor en la comunidad.

Es alarmante que formen parte de la Policía Nacional individuos tan carentes de las más elementales nociones de derechos humanos, que promueven abominables contravenciones de la Constitución y el derecho internacional como las que transmitieron las cámaras de televisión.

En su falta de humanidad y cultura democrática radican las semillas del autoritarismo militar, que indudablemente germinarán a no ser que erradiquemos de la fuerza pública tan ilegales y perversas inclinaciones.

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Este artículo se publicó el 19  de enero de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Pluralismo

La opinión de…

 

Carlos Guevara Mann

El pluralismo denota la distribución del poder entre varias jurisdicciones y ámbitos sociales. Los Estados democráticos son pluralistas porque en ellos existe más de un centro de poder. Varios órganos del Estado comparten el ejercicio de funciones públicas, las cuales se distribuyen también entre el gobierno central y los gobiernos locales.

Además, los impulsos políticos no emanan exclusivamente del Estado y sus dependencias. En un sistema pluralista, la sociedad civil –a través de sus diversas organizaciones– aporta importantes elementos al ejercicio del poder. Esta, a grandes rasgos, es la configuración del pluralismo democrático.

En su utilísimo texto de política comparada (Comparative Government, 1971), el profesor Samuel Finer observa que la dispersión del poder político es significativamente inferior en los regímenes autoritarios que en los sistemas democráticos. Por consiguiente, menores niveles de pluralismo coinciden con mayores niveles de autocracia.

En su enjundioso estudio sobre las grandes potencias (The Rise and Fall of the Great Powers, 1989), Paul Kennedy arguye que la desconcentración del poder característica del pluralismo es uno de los principales factores detrás del desarrollo en la edad moderna. El profesor Kennedy atribuye la decadencia de grandes potencias como la China imperial, Persia y el Imperio Otomano a la falta de pluralismo, o sea, a la tendencia de una pequeña cúpula gobernante a monopolizar el poder y a restringir los espacios disponibles para la expresión de la autonomía y la creatividad individual y colectiva.

Los dirigentes y ciudadanos de un Estado democrático se preocupan por proteger y promover el pluralismo. Esto implica, en primera instancia, respetar los límites que la Constitución impone al ejercicio del poder. No usurpar las funciones o facultades que corresponden a otra rama del Estado es fundamental para salvaguardar el pluralismo.

Un gobierno comprometido con el sistema democrático se preocupa por respetar la independencia de los partidos políticos. El mangoneo de las agrupaciones afines al gobierno y el acoso a la oposición no son tácticas que corresponden a un compromiso sincero con el pluralismo.

La adhesión al sistema democrático entraña, además, la protección y promoción de espacios autónomos de deliberación en la sociedad civil, tales como sindicatos, gremios profesionales, asociaciones cívicas, organizaciones no gubernamentales y medios independientes de comunicación. Si se trata de preservar y afianzar el contenido democrático del sistema político, es fundamental asegurar la autonomía y capacidad de proyección de esas organizaciones.

El golpe de Estado del 11 de octubre de 1968 propinó una estocada profunda al pluralismo en Panamá. Los golpistas clausuraron la Asamblea Nacional y nombraron magistrados y procuradores adictos a quienes ejercían el poder. A partir de esa fecha, no hubo desempeño autónomo de funciones políticas, administrativas y jurisdiccionales por otros órganos de gobierno fuera de la comandancia de la Guardia Nacional.

El Decreto de Gabinete No. 58 de 1969 extinguió los partidos políticos. Otros decretos de gabinete, emitidos por la junta provisional de Gobierno, amordazaron la prensa.

A fin de perfeccionar el sometimiento de los medios de comunicación, se aplicaron triquiñuelas legalizadas, como en el caso de la Editora Panamá América, cuyos dueños fueron despojados mediante iniciativas de accionistas minoritarios, aupadas por los golpistas y avaladas por los juzgados sometidos al poder militar. Así fue suprimida una “tribuna de denuncia y educación”, que fomentaba la participación ciudadana “en la construcción y defensa de la nación”, tal cual lo expresó acerca de El Panamá América, en sus memorias, doña Rosario Arias de Galindo (El camino recorrido, pág. 113).

Como lo demuestran las mediciones de Polity IV y Freedom House, los años del régimen militar fueron los menos pluralistas de nuestra historia republicana, con consecuencias negativas para la sociedad panameña. El acaparamiento de facultades públicas y su concentración en una cúpula ávida de riquezas y poder político produjo resultados desastrosos para la población istmeña.

Hay que proteger el pluralismo en Panamá. En un sistema democrático, no hay lugar para la usurpación de las funciones propias de otras ramas del Estado, el asedio a la sociedad civil, el cerco a los medios de comunicación social y el atropello a los partidos políticos.

La restauración de estas prácticas autocráticas afectaría negativamente el potencial económico y las posibilidades de desarrollo en Panamá. Por ello, no podemos permitir su resurgimiento.

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Este artículo se publicó el 5  de enero de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Una jornada nacionalista

La opinión de…

 

Carlos Guevara Mann

La fecha de hoy figura con prominencia en los anales del nacionalismo panameño. Tras intensas protestas populares, el 22 de diciembre de 1947, la Asamblea Nacional rechazó el convenio de bases que, días antes, el gobierno del presidente Enrique A. Jiménez había sometido a su consideración.

El acuerdo entre Panamá y Estados Unidos –conocido en nuestro medio con el nombre de “Filós–Hines”, en honor de sus suscriptores: el ministro encargado de Relaciones Exteriores Francisco Filós y el embajador estadounidense Frank Hines– fue firmado en Panamá el 10 de diciembre de 1947 y presentado a la Asamblea Nacional dos días más tarde. Una vez se conoció su contenido, la respuesta popular no se hizo esperar.

Tal cual lo señalan los historiadores Pizzurno y Araúz (Estudios sobre el Panamá republicano, págs. 332-40), grupos de jóvenes y profesionales de inspiración nacionalista, agrupados en la Federación de Estudiantes de Panamá (FEP), el Frente Patriótico de la Juventud, el Magisterio Panameño Unido, la Asociación Nacional de Educadores, la Unión Nacional de Mujeres y otras organizaciones se tomaron las calles de la ciudad.

Bajo el mando de José Antonio Remón, recién nombrado primer comandante de la Policía Nacional, la fuerza pública reprimió las protestas con salvajismo, empleando por primera vez bombas lacrimógenas contra los manifestantes e hiriendo a decenas de ellos, incluyendo al estudiante Sebastián Tapia, quien quedó paralítico como consecuencia de las lesiones recibidas.

El convenio lastimó la conciencia nacionalista porque pretendía prolongar la presencia militar estadounidense fuera de la Zona del Canal. Dicha presencia respondía a las planificaciones estratégicas de Estados Unidos sin tomar en cuenta los intereses nacionales.

Años atrás, ante el aumento de tensiones en Europa y el Pacífico, la administración del presidente Roosevelt había solicitado al gobierno del Dr. Arnulfo Arias el establecimiento de sitios de defensa en varios puntos del territorio nacional. El presidente Arias propuso la reconsideración de algunos aspectos de la solicitud, excesivamente onerosos para Panamá, lo que no satisfizo a Estados Unidos.

Luego del desalojo del Dr. Arias en octubre de 1941, el gobierno de facto que lo sucedió –encabezado por Ricardo Adolfo de la Guardia– firmó con Estados Unidos el Convenio de Bases de 1942, que permitió a Estados Unidos erigir 114 sitios de defensa fuera de la Zona del Canal, entonces, bajo jurisdicción estadounidense. Según los términos del acuerdo, la ocupación extranjera de esas bases terminaría un año después de que concluyera la guerra mundial.

Tras la rendición de las potencias del Eje en 1945, los grupos nacionalistas panameños esperaban la clausura de los sitios de defensa. Estados Unidos, sin embargo, deseaba prolongar su ocupación, lo que coincidía con las aspiraciones de algunos sectores económicos en Panamá, a los que la presencia estadounidense producía réditos.

Apoyados en la Policía Nacional, esos sectores deseaban imponer sus intereses. Pero la represión policial no consiguió amilanar el ánimo nacionalista, que finalmente prevaleció y condujo al rechazo unánime del convenio por la Asamblea Nacional.   “Ha nacido la Segunda República, una República libre de ataduras intervencionistas”, exclamó entonces Carlos Iván Zúñiga, presidente de la FEP (La Prensa, 17 de diciembre de 2005).

La jornada nacionalista de 1947 provee importantes lecciones. Hoy como ayer, es necesario instituir un sistema de representación democrática que permita definir adecuadamente los intereses nacionales y evite que objetivos particulares o foráneos, contrarios al bienestar general, se impongan en la agenda pública.

En última instancia y a pesar de las presiones del Ejecutivo, así actuó la Asamblea Nacional de la época, salvaguardando el bienestar colectivo, lo que indica que operaba con cierto grado de autonomía, factor fundamental para el mantenimiento del gobierno republicano.

El carácter civilista del nacionalismo panameño –no solo opuesto a la presencia militar estadounidense sino, además, a la militarización de la fuerza pública– también se manifestó en diciembre de 1947. Sin embargo, apoyada por Estados Unidos, la fuerza pública seguiría militarizándose hasta convertirse en el centro del poder político durante la dictadura castrense.

La militarización de los servicios de seguridad produce efectos dañinos sobre la salud de la sociedad.   Entre sus principales efectos están la restricción de los espacios para la expresión individual y colectiva y el incremento en los niveles de violencia mediante el uso desmedido de la fuerza. Esta es otra de las lecciones importantes de 1947 que no podemos olvidar.

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<> Este artículo se publicó el 22 de diciembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Las madres de la democracia

La opinión de…

Carlos Guevara Mann

 

A las madres panameñas se las celebra hoy por su aporte familiar, indudablemente esencial. A la vez debemos considerar la contribución que las mujeres istmeñas han hecho y siguen haciendo para afianzar el sistema democrático. Desde esa perspectiva, son madres de la democracia, cuyo aporte al mejoramiento de las condiciones de vida en Panamá ha sido invaluable y merece reconocimiento.

Muchas mujeres se opusieron a la dictadura militar desde el instante mismo del golpe. Por lo menos una se afilió a la insurgencia panameñista que combatió al régimen castrense en la montaña coclesana. Su lucha tuvo un final trágico: el 1 de febrero de 1969, Dora Moreno –la “Guerrillera Heroica”– fue capturada, torturada, violada y acribillada por elementos de la Guardia Nacional.

Otras –tantas que sus nombres no caben aquí– constituyeron núcleos de resistencia pacífica contra la dictadura. Algunas de ellas pertenecían a la Unión de Ciudadanas de Panamá, agrupación formada por Gladys Jaén de Brannan (madre de la destacada corresponsal de este diario en Washington, Betty Brannan Jaén), quien junto a Aura Emérita Guerra de Villalaz y otras compañeras asumieron posiciones valientes en tiempos de dura represión.

Algunas integrantes de la Unión de Ciudadanas de Panamá iniciaron la publicación de El Grito, un semanario clandestino contra el régimen militar. Como lo expresó Querube Solís de Carles, una de las madres de nuestra democracia:

“La imposición del gobierno de botas y rifles, en 1968, llegó a nuestro país como tormenta inesperada y devastadora… Pero desde sus primeros difíciles días, el espíritu antimilitarista de los panameños se rebela y muy pronto después del golpe un grupo de mujeres comienza a imprimir y a repartir unas hojas opositoras: el periodiquito El Grito” (La Prensa, 18 de enero de 2006).

Fueron incalculables los riesgos que las mujeres de El Grito asumieron en su esfuerzo por informar al público, censurar a la dictadura e impartir lecciones de educación cívica a sus miles de lectores. Tan eficaces fueron en su empeño que los servicios secretos nunca las descubrieron.

En el oscuro cuatrienio comprendido entre 1968 y 1972, El Grito fue una llama que contribuyó a mantener vivo el espíritu democrático en Panamá, según lo exponemos Brittmarie Janson Pérez y este columnista en un artículo de reciente publicación (http://kellogg.nd.edu/publications/workingpapers/WPS/373.pdf).

Años más tarde se constituyó la Unión Patriótica Femenina, cuyo órgano, ¡Basta!, recriminaba a la dictadura su ejercicio ilegítimo del poder. En 1976, tres de sus integrantes –Fulvia Morales, Blanca de Marchosky y Alma Robles– fueron arrestadas por el G–2 y sometidas a vejámenes en los cuarteles de la dictadura, en represalia por su activismo democrático.

A finales de los años 70, otra organización de mujeres, la Asociación Coordinadora de Civismo y Orientación Nacional (Acción), se creó para exigir la instauración de un sistema democrático. En diciembre de 1979, mientras la Guardia Nacional reprimía con crueldad las manifestaciones contra la presencia del Sha de Irán, Accion –encabezada por María del Pilar de Saavedra, Rosario Arias de Galindo y Carmen de La Lastra (redactora principal de El Grito, años atrás)– criticó la política exterior de la dictadura que convertía al país en santuario para violadores de los derechos humanos.

En la década de los 80, la Unión Nacional Independiente de Acción Democrática (Unidad), formada por mujeres panameñas, protestó repetidamente contra el autoritarismo imperante. Muchos lectores recordarán la concentración diaria que, frente a la sede del Ministerio Público, Unidad llevó a cabo durante meses para pedir el esclarecimiento del crimen de Hugo Spadafora y demás víctimas de la dictadura.

La tiranía respondió a sus demandas de justicia con calumnias y hostigamientos. El 13 de septiembre de 1987, por ejemplo, fueron baldeadas con agua sucia por las huestes del “proceso”.

En otras ocasiones, organizaron y apoyaron la celebración de manifestaciones como la “Marcha de Mujeres Civilistas”, el 4 de julio de 1987, para exigir el reemplazo de la dictadura por un sistema político fundado en normas y prácticas democráticas.

Este Día de la Madre, rindamos tributo a las madres de la democracia panameña, muchas de las cuales sufrieron persecuciones y encarcelamientos por sus esfuerzos para establecer un estado de derecho en nuestro medio. Sus sacrificios sirven de inspiración en momentos en que amplios sectores de la sociedad se preocupan por fortalecer la democracia y el respeto por los derechos humanos en Panamá.

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<> Este artículo se publicó el 8 de diciembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Asilos, potentados y botines

La opinión de…

 

Carlos Guevara Mann

Suele repetirse –como un lugar común– que existe en Panamá la “tradición humanitaria” de otorgar asilo político.   La práctica se remonta muchos años atrás. Pero los motivos por los que se la practica no son siempre humanitarios.

Hay, sin duda, otros factores que ayudan a determinar si a un extranjero se le concede asilo en nuestro medio. Por ejemplo: la petición de algún sujeto poderoso o la entrega de un botín considerable. El botín ayuda mucho a agilizar los trámites legales, sobre todo si se reparte bien.

No sabría decir, amable lector, si algún potentado intervino en favor del líder argentino Juan Domingo Perón para que el gobierno de don Dicky Arias le permitiese quedarse acá tras el golpe de Estado argentino de 1955.    Sea como fuere, no le fue tan mal a Perón en Panamá, pues durante su permanencia en suelo istmeño conoció a una bailarina exótica –Isabelita– con quien se amancebó y, años más tarde, contrajo matrimonio.

En 1979 –ya lo recuerda usted– el presidente Carter le pidió al amo de Panamá, Omar Torrijos, que permitiese el traslado a nuestro suelo de Mohamed Reza Pahlevi, emperador de Irán y su familia.    El sha, autodenominado “rey de reyes”, acababa de ser derrocado por el ayatollah Khomeini, quien estableció en Irán un régimen fundamentalista islámico y anti estadounidense.

En esos tiempos de absolutismo istmeño –que algunos desean revivir– los deseos del dictador eran órdenes.   Semejante sistema no convenía al pueblo panameño, obviamente.   Pero a Washington y a otros gobiernos les resultaba fantástico tener a Torrijos como único y exclusivo interlocutor en Panamá.

Para obtener respuesta a las peticiones extranjeras –por más que fuesen contrarias al derecho, extrañas a la justicia o ajenas a la moralidad– no era necesario pasar por filtro democrático alguno. Lo único necesario era el consentimiento del tirano.

Reza Pahlevi –eso sí– se cuidó de entregar una fabulosa coima de aproximadamente 12 millones de balboas para allanar el camino hacia su exilio panameño. Hubo júbilo en el Gobierno y en el estado mayor. Pero en la ciudadanía, algunos hombres y mujeres verticales se opusieron a que se desdibujase tan burdamente la figura del asilo, como se ha opuesto, en un caso reciente, el presidente de la Corte Suprema de Justicia de Colombia, Jaime Arrubla (El Espectador, 19 de noviembre).

La Guardia Nacional respondió a la oposición ciudadana con su característica crueldad. A mi recordado profesor Alberto Quirós Guardia el G–2 lo secuestró en plena Plaza “Porras” y lo llevó a la cima del cerro Ancón, de donde pretendían lanzarlo al vacío.

El día siguiente –19 de diciembre– la Guardia Nacional reprimió con brutalidad demoniaca una manifestación contra la llegada de Reza Pahlevi. A punta de manguerazos, patadas y puñetazos, los jenízaros casi matan al Dr. Miguel Antonio Bernal.

El Sha se fue –eventualmente– pero allí no termina la historia de los asilos concedidos por el Gobierno panameño, por motivos que guardan poca relación con razones humanitarias o el interés nacional.   A petición de España y Francia, durante su tiranía Noriega acordó recibir a varios terroristas de ETA, que permanecieron en Panamá hasta la invasión estadounidense de 1989.

Muchos esperaban que el cambio de régimen a partir de ese evento significaría el abandono de prácticas como la concesión de asilos no merecidos. Pero no fue así. En 1993, el presidente Endara acogió al golpista guatemalteco Serrano Elías. Desde entonces, Serrano se ha convertido en gran inversionista, personaje del mundo social y hasta comentarista político en nuestro medio.

Pérez Balladares permitió la entrada de Raoul Cedrás, ex dictador haitiano a quien se atribuyen graves violaciones a los derechos humanos, así como de Abdalá Bucaram, presidente ecuatoriano acusado, entre otros delitos, de corrupción.   Dos semanas antes de salir de la presidencia, Martín Torrijos y Samuel Lewis Navarro concedieron asilo diplomático permanente a estos tres individuos (Gaceta Oficial #26.306, 18 de junio de 2009).

Decisiones de esta naturaleza, además de socavar la justicia, afectan sensiblemente la imagen del país en el extranjero. Pero nada de esto parece importar cuando hay influencias importantes o un gran botín de por medio.

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<> Este artículo se publicó el 24  de noviembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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Militarismo y fiestas patrias

La opinión de…

 

Carlos Guevara Mann

Los días patrios nos dan la oportunidad de reflexionar sobre el rumbo del país. ¿Cómo queremos que sea Panamá? ¿Cómo queremos presentarnos al mundo? ¿Como una república democrática, con gobierno civil, ajustado a la ley, que respeta la voluntad y los derechos de la ciudadanía? ¿O como una tiranía militarizada, cuya cúpula despótica controla los destinos nacionales y gobierna sin referencia a los deseos y necesidades de la población?

Estas preguntas guardan relación con las actividades y símbolos escogidos para honrar a la república en sus fechas fundacionales. Para expresar su patriotismo, algunas organizaciones recurren a motivos folclóricos. De esa manera vinculan a la Nación con ciertas manifestaciones de la cultura popular y, por añadidura, con principios fundamentales de esa cultura, como la igualdad, la solidaridad y el respeto por la individualidad.

Otras entidades –algunas de ellas insertas en el engranaje estatal– eligen modelos que exaltan valores opuestos. Disfrazan de soldados a sus integrantes, los ponen a marchar a paso de ganso y al son de los ritmos marciales de la dictadura, y los hacen exhibir un arsenal de guerra que no puede ser usado en nuestro medio sino para reprimir las demandas populares (como en Bocas del Toro, en julio pasado). Sus absurdos espectáculos exaltan el militarismo y promueven una fórmula de gobierno basada en la violencia, el atropello y la arbitrariedad.

En los últimos 70 años, la sociedad panameña ha rechazado –repetidamente– el proyecto militarista, mediante jornadas populares, a través de la vía electoral y por medio de instrumentos jurídicos. Históricas fueron las protestas contra el militarismo realizadas en 1947–1949, a lo largo de los años 50 y 60 y –más recientemente– en 1987–1989. Por ello, es paradójico que uno de los cabecillas de este último episodio de repudio a la tiranía castrense sea hoy el ministro de Estado a cargo de los servicios de seguridad que protagonizan los desfiles militares de las fiestas patrias.

Mediante la vía electoral, la ciudadanía panameña se enfrentó con determinación al proyecto militarista en 1952, 1984 y 1989. En las tres ocasiones, el triunfo civilista fue burlado por escandalosas estratagemas de quienes detentaban el poder.

Tras el desalojo de la dictadura castrense, nuestra vocación civilista ha logrado plantearse de manera aún más estructurada a través de varios instrumentos jurídicos.

Por ejemplo, el Decreto de Gabinete #38 de 10 de febrero de 1990, que reorganizó la fuerza pública, reconoció:

“Que es clamor de la abrumadora mayoría del pueblo panameño la exigencia de que no exista un ejército nacional y desaparezcan los vestigios de militarismo con su secuela de violación a los derechos humanos, de represión a la población, de irrespeto a la voluntad popular y las instituciones democráticas previstas ennuestra Constitución y de sobrecargo al erario.”

Ampliamente conocida es la disposición de la Constitución Política mediante la cual “La República de Panamá no tendrá ejército” (Art. 304).

Menos difusión ha recibido la Proclama Conjunta por la Desmilitarización de Centroamérica, emitida por la presidenta de Panamá, Mireya Moscoso y el presidente de Costa Rica, Abel Pacheco, el 29 de noviembre de 2001.

Pero como uno de los impulsores de dicha declaración ocupa hoy un cargo de mediana jerarquía en el Gobierno Nacional, al menos habrá tenido la oportunidad de alertar a su despistado jefe inmediato sobre el contenido del documento.

“Nuestros pueblos”, explica la proclama, “han sufrido en carne propia las funestas consecuencias del militarismo, cuya secuela de muerte, destrucción y latrocinios ha violado repetidamente los derechos humanos y ha frenado considerablemente el desarrollo de la región.”

Ambos pueblos, señalan los mandatarios, “son también conscientes de que en los albores del tercer milenio, el modelo de seguridad militar, que imperó en el pasado, no sigue siendo funcional para enfrentar con eficiencia las nuevas amenazas que someten la existencia humana a riesgos y peligros de nueva índole”.

Nuestra tradición cultural y la voluntad popular rechazan el militarismo.

Ojalá lo entienda así el presidente Martinelli y aparte de su entorno, de una vez por todas, a quienes insisten en imponerlo.

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<> Este artículo se publicó el 10  de noviembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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Embestidas peligrosas

 

La opinión de…

 

Carlos Guevara Mann

Dediqué mi columna anterior –“Libertades bajo asedio” (13 de octubre)– a considerar el sustrato histórico de la embestida contra las libertades ciudadanas. Dicha acometida es fruto de la ignorancia, una inclinación autoritaria y la corrupción que imperan en nuestro medio.

Son muchos los abogados y funcionarios públicos, especialmente en el Órgano Judicial y el Ministerio Público, cuya mediocridad y desactualización al respecto de los adelantos jurídicos alcanzados en décadas recientes es patente y vergonzosa. Actúan como el médico que, habiéndose recibido antes de la invención de la penicilina, por mantenerse al margen de los avances de su profesión sigue convencido de que la sangría es el mejor tratamiento contra las infecciones.

La inclinación autoritaria alcanzó su máxima expresión durante la dictadura militar. Como el desalojo de la tiranía no estuvo acompañado de una transformación jurídica ni de sanción social para los abusos del período dictatorial, la nefasta ideología que sustenta el autoritarismo ha permanecido vigente en nuestro medio, a la espera del momento apropiado para afirmarse con osadía.

La corrupción es otro factor que explica el asedio a la libertad. No conviene a los corruptos que se conozcan los detalles de sus venalidades. Por eso, se confabulan con abogados ignorantes y politiqueros autoritarios para mantener las mordazas que impiden la divulgación de sus latrocinios.

El mismo día que publiqué “Libertades bajo asedio”, Freedom House, conocida ONG internacional que da seguimiento a las circunstancias políticas alrededor del mundo, criticó la propuesta de restituir la vía penal en casos de difamación de altos funcionarios públicos. Freedom House también reprobó la condena de los periodistas Bacal y González en un caso de calumnia y exhortó al Gobierno Nacional a adherirse a los parámetros internacionales de respeto a la libertad de expresión, incluyendo la despenalización de la calumnia y la injuria (http://www.freedomhouse.org/template.cfm?page=70&release=1261).

El 14 de octubre, el Segundo Tribunal Superior de Justicia condenó a 18 meses de prisión al periodista Rafael Antonio Ruiz, de RPC, en otro caso de calumnia (La Prensa, 15 de octubre). El 16 de octubre, la Policía retuvo en un retén al periodista José Otero, de La Prensa, después de que su nombre apareciese –por error de las autoridades judiciales– en el inútil y antidemocrático registro conocido con el nombre repugnante de Pele Police (La Prensa, 17 de octubre).

Mientras algunos voceros de los órganos del Estado aseguran que en Panamá se mantienen incólumes las libertades ciudadanas, el 20 de octubre la ONG internacional Reporteros Sin Fronteras (RSF) emitió su Clasificación Anual de la Libertad de Prensa.   De acuerdo con RSF, las condiciones para la libre emisión y recepción de información decayeron en nuestro país durante el año en curso.

Entre 2009 y 2010, Panamá descendió 26 peldaños en la clasificación de RSF, de la posición No. 55 al escaño No. 81.    Según la ONG, hay en la actualidad un mejor clima para la libertad de prensa en 80 países del mundo –entre ellos ocho Estados latinoamericanos (Costa Rica, Chile, Uruguay, El Salvador, Paraguay, Argentina, Haití y Guatemala)– que en Panamá (http://es.rsf.org/press-freedom-index-2010,1034.html).

Posteriormente, la edición más reciente de la revista Time (23 de octubre) publicó un reportaje sobre nuestra situación política.    El artículo alude a los señalamientos de abuso de poder y ataques a la libertad de expresión sustentados en varias actuaciones judiciales y policiales contra periodistas panameños (Tim Rogers, “Panama’s President: Trying on a Strongman Role?”, http://www.time.com/time/world/article/0,8599,2026938,00.html).

Time es la revista noticiosa de mayor circulación en el mundo, con una audiencia estimada, por edición, de 25 millones de personas (http://www.timewarner.com/corp/newsroom/pr/0,20812,1977391,00.html). Sus artículos y reportajes tienen influencia en muchos sectores políticos, empresariales y profesionales. Los análisis de RSF y Freedom House también son influyentes, particularmente entre los analistas de riesgo internacional que califican la situación política y económica de los países del mundo.

Son varios los indicios de un retroceso en Panamá. A medida que decae la calidad de la democracia, aumenta la cobertura negativa sobre nuestro país en el extranjero. El Gobierno Nacional haría bien en reconocer el deterioro y rectificar sus actuaciones, antes de que la marcha atrás termine por causar daños irreversibles en el país y erosione el gran potencial para el desarrollo que posee Panamá.

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<> Este artículo se publicó el 27  de octubre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
Más artículos del autor  en: https://panaletras.wordpress.com/category/guevara-mann-carlos/

Libertades bajo asedio

 

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-La opinión de…

 

Carlos Guevara Mann

Treinta años atrás –el 3 de marzo de 1980– el “presidente” de turno, instalado en el poder por la dictadura militar, suspendió las licencias de radiocomentaristas de Miguel Antonio Bernal, Milciades A. Ortiz, Luis Pimentel y Julio Ortega. A los primeros dos no se les permitió hablar por radio hasta después de que al “presidente” de marras le sobrevino un dolor de garganta y fue expulsado de la casa presidencial por un tirano distinto al que lo nombró.

Para conmemorar esa expulsión y “evitar la confusión”, ese tirano ordenó el cierre de todos los periódicos “desde ya”, por siete días. La Guardia Nacional, explica la Dra. Brittmarie Janson Pérez, “cercó La Prensa, golpeó a los empleados mientras los sacaba del edificio, inutilizó el sistema de computadoras tirándole ácido y se llevó archivos, documentos y cheques de la empresa y hasta dinero de la máquina de vender soda” (Panamá Protesta, págs. 133-34).

Si usted no es un viejo desmemoriado (como los del PDC) o un mozo iletrado, producto del deficiente sistema educativo legado a la posteridad por la narcodictadura, recordará muy bien estos incidentes.   Por eso –sin duda– le parecerá sumamente paradójico que para divulgar sus mal redactados y peor hilvanados escritos el referido tirano utilice las páginas del diario que él mismo destruyó en 1982.

También le ha de parecer curioso que el presidente de la afección laríngea –responsable de varios abusos, como la salvaje represión de las protestas contra la presencia del sha de Irán en Panamá, en 1979– pretenda hoy erigirse en adalid de la libertad de expresión que tanto ayudó a suprimir durante la dictadura castrense. Vea usted la edición de El Panamá América correspondiente al domingo 10 de octubre para que compruebe hasta dónde llega el cinismo de sujetos como el “presidente” desechable quien, como el tirano que lo botó, obviamente cree que vivimos en un país de mentecatos e ignorantes.

Es imprescindible recordar estos acontecimientos en momentos en que abrimos un nuevo capítulo en la lucha por la libertad de expresión.   Porque, apreciado lector, los asedios contra las libertades ciudadanas no ocurren en un vacío. Detrás de ellos hay una oscura historia de proclividades y complicidades que vinculan las sentencias de los tribunales “democráticos” con las ordenanzas de la dictadura, tales como la cancelación de las licencias de radiocomentaristas en 1980, la destrucción de La Prensa en 1982 y muchas otras..

Por desgracia para el país, la “transición democrática” no produjo el rechazo de las actitudes autoritarias que obtuvieron su máxima expresión durante el régimen castrense. La torpeza de la dirigencia política “democrática” permitió que quedaran en pie varios reductos de autoritarismo, particularmente en el Órgano Judicial, el Ministerio Público, los servicios de seguridad y el andamiaje jurídico del Estado.

La pervivencia del espíritu autoritario en el sistema judicial es el trasfondo de los fallos como el que un tribunal emitió la semana pasada contra los periodistas Bacal y González, que no sólo atenta contra la libertad de expresión sino, además, infringe sus derechos humanos más elementales, como el derecho al trabajo consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (Art. 23), la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de 1948 (Art. 14), el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 (Art. 6), la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969 (Protocolo de San Salvador de 1988, Art. 6) y la propia Constitución Política de Panamá (Art. 64).

Estos derechos, violados antaño por el régimen militar, son suprimidos hoy por un sistema judicial engendrado en la dictadura castrense, cuyas actitudes en detrimento de las libertades ciudadanas son intolerables. Simultáneamente, ese mismo sistema ha sido incapaz de proveer justicia en un sinnúmero de hechos delictivos, entre ellos los señalados al inicio de esta columna. Haberlos sometido a juicios justos e imparciales hubiese contribuido significativamente a extirpar las tendencias autoritarias que hoy lamentamos.

Es hora de exigir que las inclinaciones dictatoriales, la ineptitud, la corrupción y el desprecio por la democracia y los derechos humanos dejen de constituir el parámetro operativo del Órgano Judicial y el Ministerio Público. Al unirse para protestar por los atropellos del sistema judicial, los periodistas del país han dado un paso importante en esa dirección.

<> Artículo publicado el 13  de octubre de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos,    lo mismo que al autor,   todo el crédito que les corresponde.

Entrenamiento militar

La opinión de…

Carlos Guevara Mann

Una nota de prensa de la Cancillería, fechada el 16 de septiembre, informó acerca de la firma de “acuerdos de cooperación” (en plural) según los cuales Estados Unidos aportará a Panamá bienes y servicios “por un monto superior a los 10 millones balboas” para contribuir “a los programas de fortalecimiento de la seguridad en nuestro país”.

Sobre el particular, el vicepresidente Varela, ministro de Relaciones Exteriores, señaló: “Estos acuerdos permitirán contar con recursos de cooperación no reembolsables para apoyar acciones de capacitación, asistencia técnica y equipamiento en las áreas de reformas del sector seguridad [sic], lucha contra el crimen transnacional y fortalecimiento del estado de derecho”.

Según la Cancillería, el vicepresidente “añadió que la cooperación estará enfocada en los esfuerzos de seguridad marítima y fronteriza, y el equipamiento y capacitación para esas tareas, así como en el Proyecto para Mejorar el Entrenamiento en las Academias de Policías, desarrollado en el marco de la Iniciativa de Seguridad Regional Centroamericana (CARSI).” CARSI (no lo dice la nota) forma parte del Plan “Mérida”, un programa de cooperación de seguridad entre Estados Unidos, México y los países de América Central anunciado en 2007 y aprobado por el Congreso estadounidense en 2008.

Un análisis de los escasos datos suministrados por la Cancillería genera varias inquietudes. Primeramente, el Gobierno nacional debe proveer el desglose de la donación e indicarnos qué compromisos adquiere Panamá al recibirla y cuál es el cronograma de desembolso. Además, debe informarnos en qué consisten las “acciones de capacitación”, qué funcionarios panameños las recibirán y qué unidades del Gobierno de Estados Unidos las impartirán.

Este aspecto –relativo a entrenamientos– es sumamente importante, al menos por dos motivos. En primer lugar, el adiestramiento que Estados Unidos ofrece en materia de seguridad muchas veces se imparte por unidades de las fuerzas armadas de ese país, frecuentemente con un énfasis unilateral, belicista y de contrainsurgencia.

En ocasiones anteriores, los resultados de estos entrenamientos militares fueron deplorables para el desarrollo democrático y el respeto por los derechos humanos en América Latina.   Por ejemplo, los manuales de instrucción de la Escuela de las Américas (hoy llamada “Instituto de Defensa para Cooperación Hemisférica de Seguridad”) incluían la tortura como estrategia de seguridad nacional.

En segundo lugar, si los acuerdos suscritos el 16 de septiembre comprendieran el entrenamiento de personal de nuestra Fuerza Pública por militares estadounidenses, habría que oponerse firmemente a dicha cooperación. “La República de Panamá no tendrá ejército”, estatuye la Constitución vigente en su artículo 310.

Una república sin ejército no puede acceder a que su personal de seguridad reciba entrenamiento militar. “Pero ese adiestramiento viene dándose a miembros de la Fuerza Pública desde 1991 (Betty Brannan Jaén, La Prensa, 13 de agosto de 1995)”.   Entre 1999 y 2007, 2 mil 320 funcionarios panameños, supuestamente civiles, fueron entrenados bajo programas del Departamento de Defensa de Estados Unidos, según estadísticas del propio Departamento.

El tema tiene graves implicaciones. A los militares se los entrena para matar al enemigo en un contexto de guerra. El entrenamiento que corresponde a los cuerpos civiles de seguridad es muy distinto.   No se basa en liquidar al delincuente, sino en prevenir la delincuencia y someter a los criminales según lo establece la Ley.

¿Cuáles son los resultados del adiestramiento militar recibido por nuestra Fuerza Pública? Este es otro aspecto fundamental del asunto en consideración.

A pesar de la instrucción impartida por Estados Unidos (y otros países), la Fuerza Pública dista mucho de ser un organismo confiable que contribuye al desarrollo nacional.   Por el contrario: resulta evidente que no promueve adecuadamente la seguridad, está penetrada por la ineptitud y la corrupción y tiene en su personal un número importante de agentes abusivos, cuya norma de conducta es la violación de los derechos humanos de muchos ciudadanos conscientes, comprometidos con el bien común y respetuosos de la Ley.

Aunque abundan los ejemplos, vale la pena traer a colación el reciente caso de Carmen Tedman, defensora del medio ambiente en Chiriquí, brutalmente agredida por la Policía Nacional el 20 de septiembre último (La Prensa, 21 de septiembre).

A fin de evitar que la militarización de los servicios de seguridad, iniciada hace varios años, termine por reinstaurar un narcomilitarismo corrupto y vesánico en nuestro medio, hay que partir por entregar a la ciudadanía detalles precisos acerca de los programas de adiestramiento para los funcionarios de la Fuerza Pública.

<> Este artículo se publicó el 29  de septiembre  de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos,   lo mismo que al autor,  todo el crédito que les corresponde.

Prudencia

La opinión de…

Carlos Guevara Mann 

La prudencia es una de las cuatro virtudes cardinales identificadas por los filósofos de la antigüedad y organizadas para la posteridad, desde la óptica cristiana, por santo Tomás de Aquino. Consiste en discernir lo bueno de lo malo, evidentemente para seguir lo bueno y huir de lo malo.

Santo Tomás distinguió entre la prudencia corriente –que compete al común de la gente– y la prudencia superior, que incumbe a los gobernantes. La buena deliberación y el buen juicio son aspectos fundamentales de la prudencia, y de ellas depende la práctica de esta virtud.

Un cerebro ignorante o un ánimo acomplejado difícilmente pueden actuar con prudencia. La deliberación y el juicio dependen de un conocimiento preciso de las circunstancias –lo que se logra a través del estudio– y la prescindencia del afán de protagonismo, que muchas veces guía las actuaciones de algunos gobernantes, en detrimento de la prudencia.

Cada vez se hace más urgente destacar la importancia de situar las actuaciones del Gobierno Nacional en el marco de la prudencia. Efectivamente, antes de emitir declaraciones que comprometen la seguridad ciudadana, quienes gobiernan deben poseer antecedentes precisos sobre los temas que tratan y dejar a un lado todo ánimo de figuración. De lo contrario, su imprudencia seguirá acentuando nuestras condiciones de inseguridad hasta producir un ataque terrorista en nuestro medio.

Hace algunos meses, ciertas expresiones referentes a la ocupación israelí de Jerusalén (contraria, por cierto, al derecho internacional) generaron reacciones inmediatas del liderazgo palestino, inconvenientes para Panamá. La semana pasada, en Bogotá, el ministro de Seguridad Pública hizo declaraciones poco prudentes que podrían tener efectos desafortunados.

Según el Ministerio de Defensa de Colombia, dijo Mulino “que por su accionar las FARC son un enemigo común con Colombia”. Agregó: “el esfuerzo mancomunado entre Panamá y Colombia es un solo puño.  Colombia y los colombianos en su lado y Panamá en el lado panameño” (7 de septiembre de 2010, http://www.mindefensa.gov.co/irj/portal/Mindefensa).

A todas luces, el tono guerrerista de la declaración es imprudente, en virtud de nuestra condición de país desmilitarizado, atravesado por un canal interoceánico sujeto a un régimen de neutralidad. Bajo esas delicadas circunstancias, corresponde a nuestros gobernantes actuar con suma prudencia.

Las declaraciones desatinadas pueden producir desenlaces lamentables, como ocurrió –por ejemplo– con el discurso del papa Benedicto XVI en Regensburg (2006), el cual suscitó reacciones en el mundo islámico (con saldo de muertos cristianos). Emplear analogías bélicas para referirse al problema del narcoterrorismo en Colombia es de sumo desacertado, pues Panamá no tiene posibilidades de enfrentar ese problema mediante acciones de guerra ni quiere crear un ejército que abra las puertas a una reinstauración del militarismo.

Lo que sí podemos hacer es emplear la diplomacia y reforzar nuestra seguridad democrática para hacer frente a los desafíos provenientes de Colombia. En primera instancia, Panamá debe enfatizar que el derrame del conflicto colombiano a los países limítrofes es un problema de Colombia y la incapacidad del Gobierno colombiano de controlarlo constituye un incumplimiento de sus compromisos internacionales. Ninguno de los países limítrofes tiene por qué asumir los costos de ese derrame (entre los que figuraría la insensata militarización de nuestra fuerza pública) porque Colombia rehúsa o no puede cumplir sus obligaciones internacionales.

Evidentemente, el conflicto colombiano contiene muchas complejidades, pero su solución no llegará sino a partir de un afianzamiento del sistema democrático y el estado de derecho en ese país. Esos son los objetivos que Panamá debe impulsar enérgicamente en el Sistema Interamericano, como aporte para solucionar la crisis colombiana y evitar que siga diseminándose al exterior.

A fin de fortalecer nuestra propia seguridad democrática, el Gobierno Nacional también debe asegurar que nuestro territorio y plataforma de servicios internacionales dejen de ser utilizados para promover la violencia en Colombia. Hace años –décadas– que nuestro país sirve como punto de apoyo a dicha violencia mediante la falta de adecuados controles migratorios, el tráfico de armas y el blanqueo de capitales. Se trata de negociados infames que han producido fortunas en nuestro medio, mientras contribuyen a desangrar a Colombia y producir inseguridad en la región.

Los intereses nacionales se promueven mediante acciones prudentes, ajustadas al derecho y a las realidades internacionales, cuyo conocimiento es obligación de los gobernantes.   Los exabruptos y declaraciones incendiarias no conducen a desenlaces ventajosos.

¿Tendrá que ocurrir una tragedia antes de que lo entiendan los integrantes de nuestra deficiente “clase política”?

<> Artículo publicado el 15  de septiembre de 2010  en el diario La Prensa,  a quienes damos,  lo mismo que al autor,  todo el crédito que les corresponde.

Escenarios

La opinión de….

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Carlos Guevara Mann

Una preocupación por la situación política y el deterioro del sistema democrático ha llevado al planteamiento de distintos escenarios.

Algunos observadores, atentos a la creciente crispación que manifiestan los sectores influyentes, aluden al posible establecimiento de alianzas entre dichos sectores, lo que podría darle un vuelco a la conducción del país.

Al respecto han escrito, en La Prensa, Guillermo Sánchez Borbón y Paco Gómez Nadal (14 y 17 de agosto).

Otros, como Rodrigo Noriega (La Prensa, 18 de agosto), encuentran similitudes entre el momento actual y el “remonato”, la hegemonía de José Antonio Remón y el organismo armado a su mando entre 1947 y 1955.    La analogía es inquietante.

La autocracia, la creciente militarización y la corrupción rampante fueron las principales características de ese vergonzoso capítulo de la historia nacional.   Su siniestro final –producto de la confabulación de grupos poderosos dentro y fuera del país– es de todos conocido.

Pero hay otros escenarios posibles. Con honda preocupación, me aventuro a esbozar uno de ellos.

Si el Gobierno no rectifica su rumbo, la creciente efervescencia social que tuvo una expresión dramática en las protestas de Bocas del Toro experimentará un ritmo ascendente.

El desencanto popular a lo largo y ancho del país –pero especialmente en lugares como Colón, Chiriquí, la comarca Ngäbe–Buglé y los barrios marginales del área metropolitana– podría llevar a graves condiciones de ingobernabilidad.

En esas circunstancias, la intransigencia y falta de cultura política que hasta ahora han demostrado quienes aconsejan al Ejecutivo podrían producir un desenlace tan dañino para la democracia como el que insinúan quienes sugieren la posibilidad de un cambio extra constitucional en la conducción del Gobierno.

Ese desenlace consiste en la “disolución” de la Asamblea Nacional, una respuesta a situaciones de crisis ensayada varias veces antes en esta convulsionada región del mundo.

En Panamá recurrieron a ella Ricardo Adolfo de La Guardia en 1944, Arnulfo Arias en 1951 y, por supuesto, los militares golpistas en 1968. En América, el ejemplo reciente más conocido es el de Fujimori (Perú, 1992).   El año siguiente, Serrano Elías lo intentó en Guatemala, pero le salió el tiro por la culata y se vio obligado a escapar a Panamá para evitar su enjuiciamiento por violar la Constitución.

En un contexto de estremecimiento social, un Gobierno arrinconado por protestas populares violentas podría tratar de salvar el pellejo atribuyendo los males del país a la Asamblea Nacional.

“Decretar” el cierre de la Asamblea sería inconstitucional –nuestra ley fundamental lo prohíbe expresamente– y terrible para el desarrollo político del país, pero no por ellos menos factible (acá las leyes se las pasan ya sabe usted por dónde) y conveniente para quienes se aferran al usufructo del poder.

La Asamblea sería el chivo expiatorio ideal. Nadie saldría en su defensa si el Ejecutivo decidiera cerrarla. Su desprestigio, causado en primera instancia por la conducta execrable de sus propios miembros desde la restauración democrática en 1990, es tan extraordinario que la cámara no incita en la ciudadanía ningún sentimiento de lealtad.

Este escenario no sólo es peligroso sino catastrófico. El cierre de la Asamblea Nacional constituiría el último clavo del ataúd de la democracia panameña. Pero quienes pueden impedirlo –los propios diputados– son los primeros que con sus triquiñuelas, clientelismo, corrupción, ineptitud, sumisión y envilecimiento han producido el repudio masivo hacia la cámara representativa.

Es duro y doloroso escribir sobre este tema. Mencionarlo siquiera parece abominable, pues puede dar pie a toda suerte de conjeturas, elucubraciones y conciliábulos o poner ideas en la mente de los sujetos poco evolucionados que tienen en sus manos las riendas del país. Pero alguien tiene que advertirlo.

Por eso digo públicamente a los diputados (ya lo dije en privado a algunos de los más sensatos entre ellos): pelen los ojos. Ambos ojos. Los primeros que pagarán el costo de la ingobernabilidad causada por la obcecación, el autoritarismo y la falta de respuestas reales y sostenibles a los problemas nacionales serán ustedes mismos.

Si en sus conciencias existe todavía un mínimo civismo y patriotismo, recurran a él cuanto antes para salvar la menguante democracia panameña. Comiencen por rechazar la reelección en la rectoría universitaria.

Eso transmitiría a la ciudadanía el mensaje de que no todo en la Asamblea Nacional está absolutamente podrido y que la cámara tiene la capacidad de contribuir, de alguna manera, al desarrollo nacional.

<>Artículo publicado el  1  de septiembre de 2010 en el diario La Prensa,   a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.