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La opinión de…
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Beatriz Valdés –
Estoy releyendo Moksha de Aldous Huxley. Huxley es un autor británico al que hinqué mis incisivos neuronales hace un par de años para escribir un ensayo sobre su vida y obra. Me parece entender su cosmovisión, y es muy agradable conversar, o en el caso de un escritor, conectarse mentalmente, con alguien a quien sentimos conocer.
Moksha fue un libro póstumo; recoge sus escritos sobre un tema que siempre le interesó; la posibilidad de que el ser humano acceda al “otro mundo” (aquél donde participamos del Universo a nivel de partícula u onda de energía subatómica) mediante un estado de consciencia alterado, ya sea por el éxtasis religioso o con la ayuda de fármacosalucinógenos, aunque parece ser que también el alcohol clasifica.
(Aquí me permito aludir a un argumento comenzado con el maestro Guillermo Sánchez Borbón hace un par de semanas: él insiste en que Huxley fue profundamente religioso; yo creo tener pruebas de que Huxley sentía un interés científico en las posibilidades de que, bajo ciertas condiciones, el cerebro pudiera mostrarnos aspectos de nuestro mundo que el sistema nervioso actual no percibe).
Pero en el libro Moksha se reproducen también cartas a sus amigos y varias conferencias dictadas por Huxley en famosas universidades. Quiero aludir a una de ellas, la conferencia “La Revolución Final”, ofrecida por Huxley a un salón colmado de científicos de diversas ramas del saber.
Aunque no es el meollo de mi asunto ni fue el de su charla, Huxley hizo de pasada ciertas observaciones que no pueden dejar de apasionar a los que escribimos: que el hombre deletras, perenne observador del comportamiento humano, puede anticiparse a la ciencia en forma intuitiva. Mencionó Huxley el caso de Shakespeare, que en el siglo XV plasmó en su inmortal obra un conocimiento tan agudo de la psiquis humana en todas sus variantes, cuando la psicología, como ciencia, no había ni nacido. Y, no menos contundentes, los certeros y conmovedores retratos íntimamente humanos de un Balzac, de un Charles Dickens, de un Dostoyevsky o un Tolstoy, y de los grandes poetas, digamos, Dante.
Pero lo que realmente me motivó a escribir esto, fue la correlación negativa que hizo Huxley, en esa conferencia, entre la creciente tecnificación de las sociedades y la libertad. Para Huxley, la tecnificación mundial es la revolución final, necesaria para organizar grupos humanos cada vez más numerosos con eficiencia, pero advirtió que, a más eficiencia, menos libertad.
No en vano venimos escuchando el clamor de los nacionales de países muy desarrollados donde, en aras de la indispensable eficiencia, la tecnificación ha llegado a tal grado que arrincona al individuo: roba espontaneidad a sus actos y limita su albedrío. Cuando Huxley ofreció esta charla, en Estados Unidos existían 56 instituciones gubernamentales solo para llevar estadísticas; ¡cuántas habrá hoy día! si al viajero común se le pueden hasta mirar sus huesos, y guardar no solo sus huellas, sino sus pupilas… gracias a la tecnología.
Entendí el mensaje de Huxley. Desde que la humanidad se volvió tan numerosa, la eficiencia es necesaria para evitar el caos social y político, sobre todo porque los pueblos, ilusionados por el progreso, reclaman la satisfacción de más necesidades y tienen mayores expectativas; pero, advierte en voz alta Huxley, hay que andar con cuidado en eso de tanta eficiencia a todos los niveles y en todos los asuntos, sobre todo de la eficiencia tecnificada, pues la tecnología, una vez inventada y puesta en marcha, es imparable, seguirá en un progreso que no tiene límites visibles y con parámetros que no tienen nada que ver con la ética humana.
Huxley expresó en esa charla su consternación ante el hecho de que tantos de los peligrosos pronósticos a guisa de advertencia que hacía en su libro Un Mundo Feliz, se habían cumplido en tan solo 27 años desde su publicación, y no en 500 años, como supuso entonces su autor.
Creo que voy a renovar mi atención por Aldous Huxley; después de todo, los escritores, bien lo dijo él, muchas veces son proféticos. Y ahora que estoy más consciente de lo alto que es el precio, no seré de los que presionan para que ascendamos al mundo desarrollado sin dilatar.
Aceptaré la mediocridad de los servicios locales con ecuanimidad y paciencia, y me quejaré mucho menos de la forma ineficiente en que vivimos en este país bendito y subdesarrollado, porque a lo mejor los panameños “vida mía” tenemos un sentido innato de lo que realmente vale en la vida: la libertad de ser y de vivir como a uno le da la gana.
<> Este artículo se publicó el 2 de octubre de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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