El hombre de la Caja

La opinión de….

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Ramón Bethancourt
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El hombre de la Caja

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Observo a este nuevo director de la Caja de Seguro Social (CSS), en su primera declaración posterior a su confirmación en el cargo y, francamente, sin ánimo de burla o sátira, largo y enjuto como se ve, no me recuerda sino a Don Quijote.   Esta -a mi buen parecer- semejanza con el Ingenioso Hidalgo me servirá como justificación para nombrarlo en este artículo no como el hombre de La Mancha, pero sí como el hombre de la Caja.

Siendo este el caso y llevando las cosas un poco mas allá, no sería para nuestro protagonista en turno gran mérito tener un parecido con el personaje que inmortalizara a Cervantes, si esta similitud no trascendiera lo meramente físico y se encumbrara al mundo quijotesco de la sabiduría, de los ideales, de los sueños, de los valores, de la determinación, de la integridad, del coraje.

Director de la CSS, no la tiene fácil, y en eso no ahondaré porque es de todos conocido el tortuoso pasado y presente de nuestra seguridad social.   De lo que sí me ocuparé y apoyándome en la figura de nuestro mítico héroe, es del insoslayable enfrentamiento que tendrá el hombre de la Caja con los más siniestros gigantes, mismos que, unas veces disfrazados de toda estirpe de virtuosos administrativos como lo hicieran en su momento en los campos de La Mancha, aquellos molinos de viento y otras como Dios los trajo al mundo, presentaran feroz batalla con el único ánimo de perpetuar su crónica y tenaz virulencia administrativa.

“…La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren 30 o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer: que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra…”

En este caso, serán más de 30 gigantes los que tendrá que enfrentar nuestro Quijote, todos atiborrados, vigorosos y determinados tras décadas de buen apacentar en estos mal administrados campos de la seguridad social.

Sí, definitivamente se necesita estar un tanto loco para aceptar semejante reto.   No obstante, no sería mal visto por ningún parroquiano que tal chifladura se viera eclipsada por una actitud bizarra y determinada como la que en su momento tuvo el Quijote aquel, quien no vaciló en plantar cara a aquella mala simiente por adversas que se presentaran las circunstancias.

Si el hombre de la Caja atesora en su persona estas probidades tan raras por estos días y sobre todo en funcionarios de tan alto cargo, no dudaré en que el duelo será interesante y seremos espectadores de una administración en la que la mala semilla que ha estado a punto de acabar con esta entidad será por fin extirpada para entonces sí, generar en ella la riqueza con la que soñó nuestro hidalgo.

Si me permiten opinar, prefiero un director obstinado, determinado, irreductible, que aunque finalmente diera con sus huesos por el campo, lanza rota y rocín maltrecho, pero con el orgullo incólume de no haber vacilado en enfrentar a estos monstruos administrativos, que por el contrario, un director que de manera pusilánime y permisiva opte por evadirlos consintiendo que continúen batiendo libremente las aspas de la ineficiencia, ineficacia e inoperancia por todos los campos de la seguridad social, con lo cual deberá cargar, además, con el pecado de la complicidad.

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Publicado el 26 de septiembre de 2009 en el diario La Prensa, a quien damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Nuestro benefactor anónimo

Nuestro benefactor anónimo

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En la opinión de…

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Ramón Ramón Bethancourt
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Entré apresurado al centro de salud, era casi la hora convenida para la reunión con los funcionarios, en mi prisa casi no me percaté de la presencia del vendedor de raspados que estaba en el portón.

Hubo fluidez y entendimiento en el encuentro, pocas objeciones y mucha aceptación en los puntos planteados. Pero aquella luna de miel no iba a durar mucho, y la armonía se fracturó cuando propusimos una provisión sanitaria gratuita a todos los miembros de aquellas familias clasificadas como extremadamente pobres.

Argumentábamos que se trataba de panameños que se encontraban viviendo bajo el umbral de la pobreza extrema lo cual traduce dos cosas: la primera, que subsisten con menos de un balboa al día y la segunda que, en consecuencia, no están en condiciones de costear por medios propios su alimentación. Se infiere, por consiguiente, que mucho menos tendrían la capacidad de cubrir los gastos que genere su enfermedad, con lo cual, y como producto final de la suma miseria más enfermedad, se verían sumidos en lo que un Nobel denominó “el núcleo irreductible de la pobreza extrema”.

“Continúe usted con esas propuestas, doctor, que lo que finalmente va a conseguir es quebrar a la Caja de Seguro Social”, exclamó con sincera convicción una funcionaria.

¡Válgame! me dije a mí mismo, me metí en una instalación de la CSS y la reunión era en una del Minsa, ¿y ahora? Toda esta confusión, sumada a la hostilidad de algunos funcionarios que en cuestión de segundos ya hacían causa común con lo manifestado por la funcionaria estaba por dar el puntillazo final al encuentro.  En este entuerto me encontraba cuando súbitamente vino a mi mente y en mi auxilio la figura del vendedor de raspado, y sobreponiéndome a lo que ya parecía un inminente nocaut argumenté:  En este centro de salud, que es del Minsa, y cual es la tónica de la mayoría de los centros de la provincia, el 70% de los pacientes que se atienden son asegurados y gozan de una provisión sufragada con fondos directos del Estado, no de la seguridad social, fondos que de otra manera en su totalidad hubieran sido destinados a socorrer las carencias sanitarias de los pobres y no asegurados que aquí acuden puesto que no tienen ningún otro medio de cubrir los costos de su enfermedad.

Allí, en la entrada, se encuentra un hombre vendiendo raspados. Los insumos que utiliza para llevar adelante su informal empleo, todo, absolutamente todo, lo sufraga de su propio bolsillo y en el acto tributa una serie de impuestos que finalmente van a parar al erario público. Con las utilidades de su venta compra más insumos, paga luz, agua, gas, teléfono, tarjeta de celular, alimentos, casa , gastos escolares de sus hijos, y por todo, absolutamente todo, sigue pagando impuestos que corren el mismo destino: el tesoro nacional.

La riqueza que genera este buen ciudadano la utiliza el Gobierno para costear el funcionamiento del Estado, lo cual incluye la planilla gubernamental, es decir, el salario de ustedes y el mío. Y finalmente, cuando este humilde jornalero pensó que ya había costeado los gastos del rey, la burguesía y del clero, ¡sorpresa!, ¡Aparece una boca más que alimentar!, sus impuestos también sirven para que el Estado derive cada año más de 50 millones de dólares a la CSS.

Pero lo peor está por saberse, si nuestro querido benefactor enferma o alguien de su familia lo hace, acudirá a un hospital en donde de seguro, sin vacilaciones ni dilaciones, le solicitarán ficha y carné, le abrirán una nota de crédito y al final saldrá de allí más pobre, endeudado y tal vez hasta más enfermo. Así se pasará toda una vida, pagando impuestos y a punta de hielo y sirope, costeando los gastos del Estado.

No obstante, este sujeto que representa riqueza para todos llegará a la vejez sin derecho a una jubilación digna, irónico, ¿cierto? Él, que pagó nuestro salario y parte de nuestra jubilación, se retirará viejo, enfermo y con las manos vacías. Una vez más: las transformaciones profundas de nuestro modelo sanitario y de seguridad social son impostergables.

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Publicado el 15 de agosto de 2009 en el diario La Prensa, a quien damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que le corresponde.

Diputados cumplan con su deber de hacer leyes

Diputados cumplan con su deber de hacer leyes

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Ramón Ramón Betancourt
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En cierto momento de su reinado, el emperador Calígula (12-41 d.C.) se presentó ante el senado romano trayendo consigo a su caballo ‘Incitatus’ (en latín, Impetuoso) y acto seguido, dirigiéndose al pleno de la augusta cámara profirió “He aquí señores, les presento a ‘Incitatus’, el nuevo cónsul de Bitinia”. Tal exceso no correspondía a una acción aislada, este era un acto premeditado y que de manera irónica traducía el desprecio del emperador por las instituciones públicas romanas.

No le era ajena a nadie la antipatía de este y de todos los emperadores por aquellos funcionarios, los cónsules. Estos con su actitud pusilánime y servil, su corrupción, su inoperancia, sus sobrados y excesivos privilegios, su oneroso costo, constituían en conjunto un auténtico lastre para la economía romana. Muchos de estos cónsules, no habían sido capaces de proponer, modificar o abolir una sola ley en años.

Estos señores no se enteraron jamás de su verdadera función: que era legislar buscando los mejores intereses de la patria. Su placentera vida transcurría inmersa en lujos, adulaciones, exoneraciones, viajes, banquetes, etc., todo a buena cuenta de los contribuyentes. Llegar a una cámara legislativa, ha sido relativamente fácil, basta con tener un padrino lo suficientemente influyente o poderoso como se aplica al caso particular de ‘Incitatus’.

Otras veces una buena dosis de ingenuidad y baja autoestima popular, combinadas con un excelente patrocinio o una conveniente cuenta bancaria bastan.

No es este un reto para todos, aunque todos, incluyendo a ‘Incitatus’ pueden llegar a ocupar un puesto de cónsul, diputado, legislador, senador o similar. A la mayoría de estos, cuando ven desnudada su infortunada incapacidad para la misión encomendada es común verles abocados a labores más artesanales, que exigen mucho menos intelecto, pero que son más redituables en concepto de votos: ferias libres, patrocinar canchas, todo muy bien identificado con las letras HD, por supuesto; becas escolares, puentes, carreteras; regalar pollitos.

¿Es posible señores diputados que entiendan ustedes que no fueron elegidos para realizar ninguna de las acciones y propósitos destacados previamente? El Estado no necesita de tan costosos e interesados intermediarios para hacer efectivo su deber ante las necesidades concretas de la sociedad. Creo en la existencia de una cámara legislativa y en la conservación y separación de los poderes del Estado. Lo que no admito es una asamblea de privilegiados a los que además se les premia su incapacidad, corrupción y pérdida de la dirección; que legislan, no en pocas ocasiones, para el propio beneficio, que hacen de todo, menos lo que deben y para quien se deben. Tienen una oportunidad para que le devuelvan el brillo y decoro a la Asamblea Nacional.

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Publicado el 2 de agosto de 2009 en el diario La Prensa, a quien damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que le corresponde.

El lecho de Procustes

El lecho de Procustes

Ramón Ramón Bethancourt

El mitógrafo Apolodoro, autor del más completo compendio de mitología griega titulado Biblioteca (s.IIa.C.), detalla lo que hacía el malvado Procustes para “igualar” a sus huéspedes: “Este, que tenía su morada al lado de un camino, había tenido dos lechos o camas, uno corto y otro largo, e invitaba a los caminantes a aceptar su hospitalidad; a los de baja estatura los acostaba en el largo, dándoles martillazos hasta igualarlos al lecho, y en cambio a los altos los acostaba en el corto y les serraba las partes del cuerpo que sobresalían”.

Procustes, como la mayoría de los nombres propios griegos, era un nombre “parlante”, es decir, que tenía un significado alusivo. Se deriva de un verbo que quiere decir “estirar a la fuerza”. Este singular mito, que a su vez entraña tan peculiar instrumento de tormento, ha trascendido a lo largo de los siglos, tanto así que dio origen a un dicho muy utilizado sobre todo en los países de la cuenca del Mediterráneo y que reza: “Poner algo sobre el lecho de Procustes”. Este dicho de “poner algo sobre el lecho de Procustes” se invoca cada vez que se quiere denunciar el engaño consistente en violentar la verdad para que esta acabe ajustándose a los propios deseos, a los propios planes, a los propios intereses o a las propias teorías.

Invocar que algo ha sido puesto sobre el lecho de Procustes tácitamente es denunciar que alguien o algunos han creado una ley o la han modificado para hacerla, a la manera del mejor sastre, justo a la medida de las necesidades o intereses de una persona o grupo en particular.

El universo de aplicación de tan apropiado dicho es amplio y puede aplicarse a toda clase de actividades. Por ejemplo, en el campo de la economía, decimos que algo ha sido pasado por el lecho cuando denunciamos los enjuagues que se han hecho para que necesariamente cuadren los balances financieros, práctica muy usada por aquellos afines a las prácticas de evasión fiscal. Pero igual que como sucedía con el sádico inspirador de nuestro artículo, ajustar las cosas de una manera procusteana definitivamente tendría que hacerse de manera engañosa, traicionera, traumática, licenciosa y dolorosa, tanto para lo que es sometido al pérfido lecho como para el ciudadano que contempla expectante e impotente cómo en los círculos de poder gubernamentales, gremiales, sindicales, sociales, religiosos, etc., se da tan buen uso a estos eficaces “lechos”.

Vivimos en una nación que a lo largo y ancho en sí misma pareciera un inmenso lecho de Procustes. Cada organización, tanto pública como privada, nacional o internacional, cada ciudadano, cada grupo social o político aspira a tener normas o leyes que se ajusten exactamente a sus propios intereses, o bien promueven las suficientes modificaciones a las ya existentes para que sean más armónicas con estos intereses.

El Panamá de hoy luce como una nación mutilada, recortada, producto de casos y situaciones en los que los intereses de la patria han resultado demasiado grandes y nobles que ha urgido ser recortados a la manera de Procustes para adaptarlos, en muchas ocasiones, a los intereses de los menos. En otros casos, cuando esos intereses, leyes o decretos tienden a dejar por fuera a algún grupo, sobre todo a los llamados grupos de poder, es preciso someterlos a los necesarios “martillazos”, dicho en buen castellano, para que den el largo y hasta el ancho y puedan “incluir” convenientemente a los promotores de tan acomodados ajustes.

Las leyes, los decretos, las normas, los reglamentos de una nación o son buenos y justos para todos o no son ni buenos ni justos. Todo lo que achiquemos o agrandemos tendrá que necesariamente realizarse a través de un proceso rudo, brusco, violento y por más que después queramos maquillarlo, siempre parecería exactamente eso, un traumatismo, una deformidad, una anomalía. Y bien, ¿a quién no se le viene a la cabeza unos cuantos ejemplos que delatarían exactamente haber pasado por las manos del siniestro Procustes y su infame lecho solo con repasar las noticias de las últimas semanas?

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Publicado el 22 de junio de 2009 en el diario La Prensa