El delito de omisión de controles

La opinión de….

Maribel Cornejo Batista

A la Superintendencia de Seguros y Reaseguros, la Superintendencia de Bancos, la Comisión Nacional de Valores, el Instituto Panameño Cooperativo Autónomo y la Dirección de Empresas Financieras del Ministerio de Comercio e Industrias (Mici) les corresponde el control de las personas naturales y jurídicas que intervienen en el sector financiero.

La Superintendencia de Seguros y Reaseguros debe controlar, fiscalizar, supervisar y vigilar a las compañías de seguros, de reaseguros y a los intermediarios de seguros; a la Superintendencia Bancos le corresponde regular y supervisar al sector bancario; la Comisión Nacional de Valores examina, supervisa y fiscaliza las actividades de todas las personas, naturales y jurídicas que participan en actividades propias del mercado de valores; el Instituto Panameño Autónomo Cooperativo fiscaliza las cooperativas y la Dirección de Empresas Financieras del Mici fiscaliza, regula, controla, supervisa y vigila a las financieras.

Como se observa, los verbos controlar, fiscalizar, vigilar y supervisar son comunes en las atribuciones señaladas. Ahora bien, ¿cómo se debe llevar a cabo por parte de cada entidad de control esa fiscalización, vigilancia y supervisión? Debe ser una actividad permanente que de manera efectiva prevenga los fraudes y detecte a tiempo el incumplimiento de requisitos o situaciones como la presentación de estados financieros alterados y el uso indebido de las reservas destinadas a garantizar el correcto ejercicio de cada actividad. Como se sabe, la mayoría de las veces lo que está en juego es el dinero, los bienes y los recursos financieros de particulares que confiaron a determinadas empresas la administración, inversión y el manejo adecuado de dichos recursos.

Una de las conductas delictivas que el Código Penal introdujo en el capítulo correspondiente a los delitos financieros, está contenido en el artículo 248 y se conoce como omisión culposa de controles. Según esta norma, constituye delito la omisión culposa del servidor público en realizar los controles correspondientes a que esté obligado en virtud de las atribuciones propias de su cargo, relacionadas con los delitos financieros. Es decir, cuando una autoridad tiene entre sus obligaciones ejercer controles en los bancos, en el mercado de valores, en las aseguradoras, en las cooperativas y en las financieras, y por causas culposas no ejerce las mismas, está incurriendo en ese delito. Según esta norma, la sanción será de uno a tres años de prisión o su equivalente en días-multa o arresto de fines de semana.

Un comportamiento es culposo por cuatro causas: la impericia (carecer de conocimientos y habilidades o la insuficiencia de aptitudes), la imprudencia (actuar con ligereza, sin precauciones, excederse en la acción o comportarse sin buen juicio), la negligencia (hacer menos de lo necesario, dejar de hacer lo que corresponde o actuar con falta de diligencia) y la inobservancia de los reglamentos (se desatienden las reglas, decretos, leyes, códigos u otros, así como incumplir las indicaciones emitidas en memorándums, reglamentos, etc.). Por cualquiera de esas cuatro causas, que generen omisión de controles por parte de servidores públicos de las entidades de control, se estaría ante la comisión de ese delito. Cada una de estas instituciones son reguladas por decretos o por leyes que establecen cuáles son sus atribuciones o qué funciones deben ejercer hacia los controlados.

Si se designa a un servidor público en uno de esos puestos es para que ejerza su labor con conocimientos, destreza y mucha pericia, porque un estafador o un falsificador jamás anunciará que va a cometer o cometió un fraude o una falsificación, es obvio que ningún controlado le dirá al organismo controlador que alteró sus estados financieros para ocultar situaciones de iliquidez o insolvencia. Quien controla, supervisa y fiscaliza, debe tener la capacidad de prevenir y detectar toda irregularidad que ponga en juego el dinero o recurso financiero que un particular confió a un banco, a una aseguradora, a una sociedad de inversión y a una cooperativa.   Ese control corresponde ejercerlo de manera real y efectiva; de lo contrario habrá que enfrentar la ley penal.  Ahora hay que ver, en la práctica, que esa innovadora disposición no se convierta en “letra muerta”.

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Este artículo se publico el 21 de junio de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que a la autora,  todo el crédito que les corresponde.

Los abogados y la corrupción

La opinión de la abogada…..
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Maribel Cornejo Batista

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Los abogados y la corrupción

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La señora Juana tiene a su hijo detenido y ha contratado a un abogado para que lo defienda. El abogado ya presentó el poder, la actualiza de cómo avanza el caso de su hijo y le cobra el primer abono de sus honorarios “profesionales”.   El detenido fue llamado a juicio y posteriormente condenado.   La señora Juana está desesperada y el abogado lo percibe, le anuncia que va a presentar un recurso de apelación y también le dice:  “no se preocupe, eso lo podemos arreglar allá arriba, deme mil doscientos balboas, que es lo que me están pidiendo en el tribunal, para que su hijo salga libre”.   La señora Juana no escatima esfuerzos y sacrificios y le entrega al abogado la suma solicitada.   Ella no tiene idea que su abogado ha cometido un delito.

Si el abogado se hizo entregar esa suma indebida con el pretexto de procurar el favor de un servidor del Organo Judicial (o de un testigo, perito o servidor del Ministerio Público), está incurriendo en un delito que se llama prevaricato. Tanto el Código Penal anterior como el actual, contienen este delito y forma parte de los delitos que atentan contra la Administración de Justicia.

Al hacer una comparación de ese delito en ambos códigos, tenemos que el actual registra un aumento de pena (dos a tres años de prisión), con relación al anterior (seis meses a dos años de prisión).   El código anterior consagraba como parte del delito, la pena accesoria consistente en la inhabilitación para el ejercicio de su profesión hasta por tiempo igual al de la condena, después de cumplida esta.   El nuevo código la eliminó del artículo que contiene el delito, pero la establece entre las penas accesorias y sentencia que “es obligatoria la aplicación de la pena accesoria… aunque no esté prevista en el delito de que se trate”.   Significa que si un apoderado comete el delito de prevaricato y resulta sancionado por el mismo, debe ser inhabilitado para ejercer la profesión.

Desafortunadamente son constantes los comentarios que se escuchan de apoderados que le piden dinero a sus clientes, porque a su vez el fiscal o el juez se lo ha pedido.   Ya vimos que si es un pretexto, el delito es prevaricado. Pero ¿qué sucede si no es pretexto, sino verdad?   La respuesta es sencilla, tanto el abogado como el servidor judicial que pidió el dinero, estarían incurriendo en delito de corrupción.   Y si el cliente de ese apoderado entrega el dinero a sabiendas que es para pagar una coima, entonces también le alcanza la conducta delictiva.

Tratándose de un pretexto, la Administración de Justicia resulta vulnerada, ya que en la mente de ese cliente queda la imagen de una justicia que está en entredicho.   Si el pedido del dinero es cierto, es la Administración Pública la que está en juego, porque todo servidor público recibe su salario del Estado y no corresponde a los usuarios del sistema hacer “pagos” a los mismos, ni para que haga, ni para que deje de hacer algo propio o contrario a sus funciones.

Corresponde a todo abogado, como auxiliar de la justicia, el deber de resguardar y proteger el correcto desenvolvimiento de la misma, lo que no se logra con el comportamiento descrito. Por eso, cuando su apoderado le pida dinero para entregarle a un testigo, perito o servidor del Organo Judicial o del Ministerio Público, revóquele el poder que le otorgó o absténgase de otorgárselo y denúncielo.

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Publicado el 9 de noviembre de 2009 en el diario El Panamá América, a  quien damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que le corresponde.

Corrupto, atente a las consecuencias

La opinión de….

Maribel Cornejo Batista

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Corrupto, atente a las consecuencias
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El delito de corrupción judicial (aquella que es cometida por servidores públicos del Órgano Judicial o del Ministerio Público), es sancionado con una pena mucho más alta que el delito de corrupción cometido por “otros servidores públicos”, al punto que pareciera que la tipificación para uno y otro caso corresponde a legislaciones de países diferentes.

Mientras que para los “otros servidores públicos” el delito de corrupción se sanciona con pena de dos a cuatro años de prisión, para el servidor del Órgano Judicial (OJ) y del Ministerio Público (MP), por el mismo delito, la sanción será de cuatro a ocho años de prisión.

Por razón de la pena a aplicar, la corrupción judicial sí admite la detención preventiva, contrario a lo que sucede para los otros casos de corrupción.

La conducta consiste en que el servidor del OJ o del MP, personalmente o por persona interpuesta, acepte, reciba o solicite donativo, promesa, dinero, beneficio o ventaja para perjudicar o favorecer a una de las partes en el proceso. Esta sanción también es aplicable cuando la conducta es cometida por autoridad administrativa, árbitro o cualquier cargo que deba decidir un asunto de su conocimiento o competencia.

La norma adicionalmente sanciona otros tres comportamientos de los servidores del OJ y del MP: proferir resolución manifiestamente contraria a la Constitución Política o a la ley; recibir o dar consejos jurídicos a cualquiera de las partes y retardar maliciosamente un proceso sometido a su decisión.

Desde todo punto de vista es censurable que un administrador de justicia o un servidor de una agencia de instrucción, cometa un acto de corrupción, ya sea que acepte dinero para absolver a una persona, cuando lo que procedía era condenarla; que reciba un beneficio para retardar con malicia una resolución que le corresponde dictar; que solicite donativo para fallar una demanda en contra de la parte que tiene la razón; o que, en lenguaje sencillo, reciba coima para perjudicar o favorecer a una de las partes. No obstante, existe un gran abismo entre la corrupción cometida por los “otros servidores públicos” en comparación con los de esas dos instituciones, en cuanto a la pena a imponer, por lo que considero que debe aumentarse la sanción para la corrupción cometida por esos “otros servidores públicos”.

Por otro lado, en nuestro país se sanciona más severamente (tres a seis años), al que paga la coima que al que la recibe (dos a cuatro años), siendo que el que la recibe es un servidor público al que le corresponde la custodia debida de la administración pública. Y no solo eso, la corrupción de los “otros servidores públicos” se sanciona igual que la corrupción privada.

Estas distorsiones no deberían darse. Al servidor público corrupto se le debe sancionar igual o más grave que al que lo corrompió (quien generalmente es un particular). Y la corrupción privada no debería sancionarse igual que la corrupción pública, ya que el bien jurídico tutelado en este último caso (la administración pública), es más importante.

Los atentados contra el erario nos afectan a todos, las fórmulas mundiales en este tema demuestran que la pobreza aumenta en proporción directa al aumento de la corrupción (escuelas deterioradas y sin bancas y tableros, hospitales sin medicamentos y equipos médicos básicos, carreteras inservibles, etc.). Subir las penas no va a hacer que estas conductas desaparezcan, pero mucha gente se abstendría de cometerlas ante el claro mensaje: “la ‘cosa pública’ se respeta, si no lo haces, atente a las consecuencias”.

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Publicado el 30 de septiembre de 2009 en el diario La Prensa, a quien damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Corrupción ‘versus’ detención

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Corrupción ‘versus’ detención

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Maribel Cornejo Batista
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Leo en los medios que un corredor de aduanas declaró el valor de un vehículo de lujo muy por debajo del precio real, para que su propietario tuviera que pagar mucho menos impuesto; que los comerciantes presentaban constantes denuncias sobre supuestas coimas que cobraban los representantes de corregimiento, para dar el “visto bueno” a sus solicitudes de abrir bares y cantinas; que gran parte de los contratos realizados por el Prodec denotan irregularidades; y que se ha reabierto un caso penal conocido como Cemis, en el cual se investiga el supuesto pago de coimas para dos situaciones distintas, harto conocidas. Todos estos casos, tienen un común denominador: la supuesta entrega de un beneficio indebido, a un servidor público para que ejecutara o dejara de ejecutar un acto relacionado con sus funciones o para que ejecutara un acto contrario a estas.

¿Y cómo reacciona la población y el ciudadano común ante estos señalamientos? Por supuesto, pidiendo pena de cárcel para quienes cometieron dichas conductas delictivas.

Al margen de adentrarme al análisis de cada caso en particular, lo que me resulta imposible por no contar con los elementos probatorios de cada uno de ellos (y por respeto a varios principios procesales), lo que sí puedo hacer es el recuento de cómo nuestra legislación ha atendido la penalidad para los casos de corrupción, es decir, con qué sanción se ha castigado el delito de corrupción en las últimas décadas. Este recuento tiene dos objetivos: en primer lugar, determinar si contra tales conductas cabe la detención preventiva y, en segundo lugar, sugerir lo que corresponde hacer, si lo primero resulta negativo. Antes, debo aclarar que la corrupción (el ofrecimiento, pago o solicitud de la coima), se da con dos propósitos distintos: uno es para que el servidor público realice (o deje de realizar) un acto propio de sus funciones (se le paga para que haga algo que le corresponde hacer) y el otro es para que realice un acto contrario a sus funciones.

En el Código Penal de 1982 se hacía la distinción si se trataba de uno u otro propósito; así, al que recibiera dinero u otro beneficio por un acto de sus funciones se le sancionaba con seis meses a dos años de prisión; y al que recibía el dinero u otro beneficio para ejecutar un acto contrario a sus deberes le cabía sanción de dos a cuatro años de prisión. En el año 2001, a raíz de la aprobación por Panamá de la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, se prestó atención a este delito y se impusieron aumentos de pena; a partir de allí, se sancionó de igual forma, independientemente de si se trataba de la ejecución de un acto propio de sus funciones o contrario a ellas. De esta manera, el delito quedó con prisión de tres a seis años. Sin embargo, el Nuevo Código Penal, nuevamente registró una disminución en dicha sanción, ya que contempla una pena de 2 a 4 años de prisión.

¿Qué trae esto como consecuencia? Que, por regla general, no se puede ordenar la detención preventiva del servidor público que comete un acto de corrupción.

Ello por cuanto nuestra legislación procesal exige que el delito tenga pena mínima de cuatro años de prisión, para que proceda la detención preventiva.

¿Qué corresponde hacer? Retomar el tema y definir, como sociedad, qué queremos. Si la sociedad responde que quiere que los servidores públicos corruptos estén fuera de la cárcel hasta que sean condenados (caso en el cual posiblemente vayan a prisión), todo debe quedarse como está. Pero si la sociedad decide que esos coimeros que atentan gravemente contra la administración pública vayan a prisión mientras dura la investigación de sus casos, entonces habría que agravar la sanción de dos a cuatro años que en este momento está vigente para ese delito y subirla, mínimamente, de cuatro años en adelante. ¿Mi posición? La segunda, las razones sobran.

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Publicado el 6 de agosto de 2009 en el diario La Prensa, a quien damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Asistir a las audiencias, un deber sagrado

Asistir a las audiencias, un deber sagrado


Maribel Cornejo Batista

Es sabido que la mayoría de las audiencias no se realiza por la inasistencia de alguna de las partes; en muchas, el defensor se “excusó” presentando un certificado médico, con el que pretende demostrar su imposibilidad de asistir al acto de audiencia. Si fuese cierto que está enfermo, no habría mayor problema, sin embargo, se sabe que la mayoría de las veces no hay ninguna dolencia o enfermedad que justifique la emisión y presentación de ese certificado ante un estrado. Es más, muchas veces esos certificados se emiten por encargo, a un “buen precio” y el médico ni siquiera le vio la cara al abogado.

Cada vez que una audiencia no se realiza, se causa una serie de atrasos y una enorme pérdida de tiempo y recursos. Por ejemplo, el tramitante del expediente tiene que elaborar una providencia fijando nueva fecha, la que debe obtener de un libro de registro que posiblemente esté saturado por los siguientes cinco meses; el juzgador tiene que dejar de hacer lo que está haciendo, para firmar la resolución que fija la nueva fecha; tanto el fiscal, como el juez y las otras partes, dedicaron muchas horas de preparación para presentarse en dicho acto; si se trata de imputados detenidos, es probable que los mismos sean trasladados al recinto de la audiencia, para enterarse que la misma “no va”. En fin, entre horas de trabajo y recursos invertidos, el costo que se causa por el retraso de una sola audiencia es inmenso y, por ende, el perjuicio también lo es.

En mi anterior rol de fiscal, muchas veces, el día antes de la audiencia venía a mi mente la imagen de ese detenido/a, quien producto de la ansiedad, probablemente no dormiría esa noche, pensando en lo que pasaría al día siguiente, y en cómo se decidiría su situación jurídica.

Las estrategias de defensa son comprensibles, lo que no es comprensible y menos aún negociable, es la utilización de un documento falso para impedir la realización de una audiencia o, más bien, para evadir un compromiso legal que muchas veces, incluso, se paga por adelantado.

¿Cómo hacer que nuestros colegas tomen conciencia de lo trascendental que es su papel, sobre todo, en esa audiencia tan esperada? ¿Cómo evitar que de manera casi indefinida y sin control y sanción alguna, estas situaciones se sigan dando?

Pues bien, el artículo 105 del nuevo Código Procesal Penal, que forma parte del capítulo relativo a la Defensa Técnica, trae un mandato que parece ser una solución para disminuir grandemente esa nefasta costumbre. Dicha norma establece en su segundo párrafo que “Los certificados médicos de incapacidad, emitidos para justificar ausencias el día de la audiencia, estarán sujetos a verificación posterior”.

Es decir, si un defensor presenta un certificado para “justificar” su inasistencia a una audiencia, el juzgador deberá verificar dicho certificado, a efecto de corroborar la condición de salud de quien lo presentó.

Obsérvese que la norma dispone de manera impositiva que “estarán sujetos a verificación”, por lo que dicha verificación no es potestativa, es decir, no queda a criterio del juzgador.  Si en esa verificación se determina que el abogado no sufre enfermedad alguna que lo incapacite y que, por tanto, el certificado es falso, estarán incurriendo en la comisión de un delito contra la fe pública tanto el médico que suscribió el certificado de incapacidad (a. 368 CP), como el abogado que lo utilizó (a. 369 CP).

Es de esperarse que estas normas causen en los profesionales de la abogacía y de la medicina, un efecto preventivo y que la justicia no vuelva a padecer ante la presentación de un certificado médico falso, acción que, como vemos, rebasa el tema de la ética.

El deber de los profesionales del derecho de asistir a las audiencias es sagrado, aboguemos porque las mismas siempre se realicen.

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Publicado el 25 de junio de 2009 en el diario La Prensa a quien damos todo el crédito que le corresponde.