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La opinión de…
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Leandro Ferreira Béliz –
En los últimos años mucho se ha hablado de la buena ubicación que tiene la ciudad de Panamá en el denominado ranking de destinos turísticos que manejan algunas revistas internacionales especializadas en el tema. Tan bien ha calado esa noticia, que muchos, en estado casi eufórico, han llegado a pronosticar un inminente ingreso de nuestro país al conglomerado de naciones que integran el Primer Mundo.
A simple vista, pareciera que este entusiasmo contagioso tiene sólidas bases, porque resulta evidente que en algunos sectores el progreso no se ha hecho esperar. Entre estos, está el de la construcción, que con sus majestuosos proyectos urbanísticos que incluyen modernas torres de apartamentos, hoteles de ensueño, espectaculares centros comerciales y residencias lujosas, no dejan de impresionar a locales y foráneos, aunque se hayan construido, en muchos casos, con total menosprecio de las más elementales normas de protección al entorno, y con una infraestructura de servicios públicos deficiente.
Pese a esa buena impresión que causa la transformación urbana, a algunos de los que vivimos aquí nos sorprende que a la ciudad internacionalmente se le reconozca como una urbe que reúne todos los requisitos para ofrecer gran confort, cuando evidentemente nuestra calidad de vida ha venido desmejorando, como si se tratara de un objeto en caída libre. Para muestra, sobran los botones.
Las dificultades para el desplazamiento vehicular cada vez son más. Los tranques han pasado de ser fastidiosos y de horas pico, a tortuosos y permanentes. Con el colapso reciente de las carreteras de acceso al Puente Centenario, el asunto se complicó. Para colmo, nuestras calles y avenidas no están siendo vigiladas debidamente por policías y agentes de tránsito, cuya escasez es notoria y generadora de caos.
La basura abunda y su recolección hasta ahora no satisface los requerimientos mínimos. Esto como herencia del que alguna vez bailó por un sueño y hoy nos ha sumergido en una especie de pesadilla de la que queremos despertar a corto plazo.
Y encima, “tras que el ojo llora, le echamos sal”, el agua potable, otrora motivo de orgullo y etiqueta de presentación del país, ahora es escasa, turbia y no apta para el consumo humano. Esta crisis es inaceptable en un país donde abunda el recurso, tanto así, que tenemos un canal interoceánico donde cada barco que lo atraviesa ocasiona el gasto de 50 millones de galones de agua.
Ni hablar de la delincuencia que no cede y que mantiene los índices respectivos muy elevados, considerando el número de habitantes. Todo este panorama me hace dudar de las famosas clasificaciones de las “ciudades maravillosas”. Como dicen por allí, ¿será que en otros lados la cosa está peor?, y que en tierra de ciegos el tuerto es rey, y la ciudad de Panamá es la hermosa tuerta.
No quiero pensar que el marketing de los que promocionan el país en el exterior ha sido tan efectivo y engañoso, que le han metido un golazo a los expertos en destinos turísticos y residenciales. Pero, independientemente de las dudas en torno a las calificaciones otorgadas a nuestra querida capital, lo importante es lograr que se adopten medidas inmediatas para detener la caída en picada de nuestro estándar de vida.
Estas medidas deben contemplar, entre otras cosas, la construcción de calles, viaductos y similares; la adopción de normas que regulen la construcción de edificios; programas de educación ciudadana para la conservación del ornato; vigilancia permanente de nuestra red vial para no dejarla en manos de los conductores, muchos de ellos verdaderos delincuentes del volante; y la inversión en la rehabilitación y mejoramiento de potabilizadoras y acueductos para garantizar el suministro de agua a toda la población.
En conclusión, debemos ganarnos la alta calificación que se nos ha concedido, para entonces ostentar merecidamente el distintivo de ciudad ejemplar.
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Este artículo se publicó el 20 de enero de 2011 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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