Golpe y guerrillas

La opinión de…

Guillermo Sánchez Borbón 

El 11 de octubre de 1968 los jefes de la Guardia Nacional dieron el primer golpe militar de nuestra historia republicana. Antes de entrar en materia, debo relatar cómo me enteré de que en Chiriquí se había iniciado la resistencia armada contra la recién estrenada dictadura. Un día me encontré con Kayser Bazán, viejo amigo mío. Él me contó que en las tierras altas de Chiriquí unos campesinos arnulfistas se habían alzado en armas contra la tiranía. Y me dio cifras (que entonces me parecieron exageradas) sobre el número de guardias que habían caído en el primer combate.

¿Cómo se enteró? No lo sé a ciencia cierta, pero puedo imaginármelo. Kayser estudió en la academia militar de West Point. Supongo que uno de sus ex condiscípulos, destinado a la Zona del Canal, se lo contó. Después, otra fuente me confirmó la información de Kayser y agregó otros detalles. Además, me relató que habían continuado los enfrentamientos, en cada uno de los cuales los guerrilleros habían derrotado a la Guardia Nacional.

Recientemente viajé a Chiriquí en compañía de Roberto Brenes, cuyo suegro tiene una casa de campo en la zona donde tuvo lugar el primer combate importante. Además, Brenes conocía personalmente a casi todos los sobrevivientes del movimiento que salvó el honor de la República, enfrentándose heroicamente a un ejército profesional –armado hasta los dientes– e infligiéndole humillantes derrotas. Yo quería tener una idea clara de los sitios en donde los guerrilleros libraron los combates contra una Guardia Nacional. Y en todos la derrotaron.

Un costarricense calderonista (veterano de la sangrienta Guerra Civil costarricense de 1948), Osito Solano, participó como voluntario en los primeros combates de los guerrilleros panameños. Era el único que tenía experiencia militar, y debe haber sido de gran ayuda a los bisoños combatientes. Yo lo conocí personalmente en la Costa Rica de 1970 y –a pesar de que era un hombre taciturno– hablé muchas veces con él.

Cuando la guerrilla –a falta de apoyo– se dispersó, algunos de sus miembros recalaron en diversos países centroamericanos, donde se ganaron la vida en modestos trabajos agrícolas, con una sola excepción, de la que más adelante nos ocuparemos. En la medida de sus modestísimas posibilidades, Osito hizo cuanto pudo por los panameños de la diáspora.

A la sazón, Manuel Solís Palma y yo estábamos en México. Un día me comunicó que viajaría a Costa Rica para ver cómo podía ayudar a los guerrilleros. Así lo hizo, en la medida de sus posibilidades. Era natural que se relacionara con Osito, quien al menos podía brindarle su amistad y apoyo moral.

Un día, Osito, quien tenía amistades en todas partes, se enteró de que el Gobierno panameño había enviado a uno de sus más temibles asesinos a matar a Solís Palma. Osito fue a buscar al criminal. Lo encontró escoltado por un miembro de la policía tica. Le dijo: “Yo sé que vienes a asesinar a Solís Palma. A las 5:00 p.m. sale un avión para Panamá. Como no lo abordes, a las 5:15 te mato”. El enviado panameño consultó a su acompañante tico, y éste le dijo quién era Osito, y le aconsejó que regresara a su país, porque el hombre era capaz de cumplir su amenaza. A las 5:00 en punto, el héroe panameño abordaba el avión que lo llevó de regreso a Panamá.

Después de algunas peripecias, el innoble Gobierno tico de entonces apresó a Solís Palma, lo despojó de todas sus pertenencias y lo expulsó a Nicaragua. No sé cómo fue a recalar a Venezuela, donde vivió y trabajó unos años bajo la protección de Acción Democrática.

Cuando se inició el “veranillo democrático”, Solís –como todos los exiliados– regresó a Panamá, a continuar la lucha por medios políticos. El exilio le salió carísimo a Solís Palma: perdió su fábrica de zapatos y todas sus posesiones. Al principio se vinculó a la oposición, con cuyos dirigentes tuvo graves desacuerdos. Noriega aprovechó todas estas circunstancias para reclutarlo. Solís entró a formar parte del gobierno de Tuturo del Valle, y cuando éste fue derrocado, los militares lo nombraron Presidente de la República. Ahí estuvo hasta que Noriega (en su último acceso de locura) lo separó para asumir él mismo la jefatura del Estado. Pocos días después se produjo la invasión gringa.

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Este artículo se publicó el 5 de febrero  de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Sobre guerrillas y guerrilleros

La opinión de…

 

Guillermo Sánchez Borbón n

Ante todo, debo recordar las circunstancias en que R.M Koster y yo escribimos el libro In the Time of the Tyrants.     Yo estaba en Miami a la sazón, alejado de todas mis habituales fuentes de información.   Koster, a su vez, permaneció en Panamá; pero todo el que haya vivido en los últimos años de la dictadura sabe lo difícil (y peligroso) que era escribir, en esas circunstancias, nuestro libro.   Hacer muchas preguntas era casi suicida.   Privado yo de mis habituales fuentes de información, tuve que recurrir a mi memoria, que en esa época era fenomenal pero falible.   El tiempo me había borrado muchas cosas, otras apenas si las recordaba borrosamente. Ello no obstante, el relato que escribí con Koster en los años atroces de la dictadura, es asombrosamente fiel a la realidad, salvo detalles a los que entonces no teníamos acceso.

Richard viajaba periódicamente a Miami -donde yo vivía a la sazón- y compulsábamos los capítulos que él iba escribiendo a medida que terminábamos de discutirlos. No puedo pensar en método menos adecuado para escribir un libro que abarcaría el tiempo transcurrido desde el golpe de Estado a la invasión de Panamá por Estados Unidos.

Era natural que el paso del tiempo me hubiera desdibujado algunos hechos y trastocado la jerarquía de los que se habían grabado en mi memoria. Otros los ignorábamos de plano. A pesar de todo lo cual, no obstante, al releer ahora el libro me asombra comprobar lo fiel que es –en líneas generales- a la tragedia que todos vivimos con el corazón en la boca.

Hoy habríamos cambiado el énfasis que pusimos en algunos acontecimientos, y corregido algunos errores fácticos, que, dadas las circunstancias de aquel “tiempo de tiranos” en que lo escribimos, se deslizaron en nuestra obra. Sin embargo, la fidelidad a los hechos generales tal como entonces se conocían, resulta sencillamente asombrosa. Hoy corregiríamos algunos errores fácticos que inevitablemente (dadas las circunstancias en que lo escribimos), se deslizaron en esa obra.

El libro –cuya publicación retrasamos deliberadamente a petición de nuestro editor- vio la estampa al mismo tiempo que otros dos sobre el mismo tema, escritos por autores estadounidenses. Ellos utilizaron fuentes a las que nosotros no tuvimos acceso, y las dos obras, aunque muy meritorias, adolecen de un defecto capital: ambas hacen consistir nuestro drama en una lucha titánica entre el Gobierno estadounidense y Noriega. No hay ni una sola alusión a nuestro país, ni a su gente, ni a su riquísima historia.

En esta esquina Noriega, en la otra Estados Unidos. No hay una referencia a nuestra patria, a la Guerra de los Mil días, al hecho asombroso de habernos independizado de España primero y después de Colombia sin derramar una gota de sangre. Pese a la plétora de sus informaciones, no tienen absolutamente ningún interés en la verdadera víctima de este drama: el pueblo panameño. Las suyas se reducen a una lucha entre dos titanes. En esta esquina el Gobierno norteamericano, en la otra Manuel Antonio Noriega.

El pueblo panameño no participa en esa confrontación. No puedo pensar en nada más ridículo, ni más irrespetuoso de los hombres y mujeres de nuestra patria, que pusieron la vida en el tablero (y muchos la perdieron) que esta visión maniquea de hechos sobremanera complejos y dolorosos. Pero prisioneros de su superficialidad y de su ignorancia de nuestro país y de su rica historia, no pudieron ver más allá de sus narices.

Con todo, los dos tuvieron acceso a fuentes que estaban fuera de nuestro alcance. Ambos, por ejemplo, transcriben la conversación telefónica (grabada por los gobiernos francés y norteamericano) que sostuvieron Papo Córdoba y Manuel Antonio Noriega (que estaba en París) el día que detuvieron a Hugo Spadafora: “Papo Córdoba -Tengo al perro rabioso”. Noriega: -¿Y qué hace uno con un perro rabioso?”.

Ninguno de los dos autores arriba mencionados comprendió cabalmente el significado siniestro de esta conversación. Para mí no puede ser más clara. Noriega fue ayudante de laboratorio, antes de ir a estudiar milicia en Lima. Y como tal sabía que -al menos en aquel tiempo- cuando un perro sospechoso de padecer de rabia mordía a un cristiano, se mataba al perro y se le sacaba el cerebro para ver si tenía los cuerpos microscópicos característicos de los que sufrían de rabia. Noriega puede decir misa si hay quien se la quiera oír, pero para quienes nos movimos en el universo del laboratorio, estas palabras constituyen una tortuosa confesión.

Las tesis de los dos periodistas, aunque valiosas e instructivas, dejan fuera de juego al pueblo panameño, el actor principal de esta atroz pesadilla.

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Este artículo se publicó el 29  de enero de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

El Censo de 1950 – Aventuras en Darién

La opinión de…

 

Guillermo Sánchez Borbón

He decidido terminar esta serie de artículos sobre el Censo de 1950, por razones que la semana entrante comprenderás. Pero antes debo corregir un monumental patinazo que di en el artículo anterior. El Noel Morón Arosemena de esta historia se llamaba en realidad Elías Morón Arosemena, no Noel, como erróneamente escribí. Noel fue amigo mío desde 1944, amistad que fue interrumpida por su muerte años más tarde. El de la aventura (o desventura) de Darién fue Elías, talentoso abogado y bellísima persona.   Era hermano de Noel.

Pues bien, Elías y yo nos dirigimos a otra población, donde tendríamos nuestro cuartel general. Ahí tuvimos que hacerle frente, valerosamente, a nuestra próxima crisis. No había dónde comer ni dónde descomer. Por razones que habría que preguntarle al río, la creciente se llevó todos los sitios escusados del pueblo, dejándonos una situación imposible, de cuyos deprimentes detalles te haré gracia.

Ninguno de los dos sabía cocinar. Decidimos engañar el hambre, ¿con qué? Las tiendas locales estaban tan bien surtidas como la guarida de un ratón venido a menos. Lo único comestible que tenían en abundancia eran camaroncitos tití.   Y nos atracamos de ellos con un entusiasmo que tendría consecuencias impredecibles, como suelen decir los diputados. Te haré gracia de esta nueva calamidad.

Pero, al parecer, Dios se apiadó de nosotros. Solíamos comprar cigarrillos y otras cosas en la no muy bien surtida tienda de un chino. El hombre, sobremanera sagaz y bondadoso, se dio cuenta de los apuros que pasábamos, y se apresuró a rescatarnos, ordenándonos que fuéramos todos los días a su casa para compartir con nosotros sus comidas.   De esa experiencia data mi afición por el pulpo, delicia que a la sazón muy pocos degustaban en nuestro país. Elías y yo lo comimos en esa ocasión con un placer que tenía muy poco que ver con el refinamiento y mucho con el hambre.

A pesar de estos contratiempos, hicimos lo mejor que pudimos nuestro trabajo. A los días apareció nuestra jefa, Carmen Miró, y con la inteligencia, capacidad y energía que la caracterizan, nos dio una mano (las dos, mejor dicho). Y así logramos hacer un buen censo. Te haré gracia de los detalles técnicos.

No recuerdo cómo regresó a Panamá Elías. Jamás olvidaré, en cambio, cómo regresé yo: en un barquito tan abarrotado de banano, que no encontraron para mí cama, ni siquiera un sitio en que pudiera sentarme. Pasé todo el viaje de pie, aprisionado por racimos de guineo que resentían tanto mi compañía, que no solo no pude sentarme durante el tiempo que duró la travesía: ni siquiera pude liberarme de una inmovilidad, que me dejó durante mucho tiempo con dolores en cada milímetro de mi cuerpo, de mi “hermoso cuerpo”, como decía una jamona en un tele anuncio de la época. Pero cuando se es (relativamente) joven se tolera mejor esta situación de veras intolerable. Por suerte el Pacífico, a pesar de sus ocasionales accesos de malhumor, esa noche –tal vez compadecido de mi incómoda situación– se portó admirablemente conmigo.

Como si fuera una misteriosa extensión de mi bahía natal, ni siquiera se rizó una sola vez durante el tiempo que duró el viaje de regreso a la capital. Si entonces no lo hice, ahora le doy las gracias al Pacífico por no haber agravado una situación de suyo intolerable.

A los días de haber regresado a la capital, tuvimos que hacerle frente a una nueva crisis. Muchos empadronadores habían olvidado anotar datos esenciales en la parte agropecuaria del censo. Y nos distribuyeron a todos por el país para que localizáramos a los censados y les pidiéramos los datos que habían omitido los empadronadores. Te haré gracia de todos estos detalles. Bastaría uno solo a guisa de ejemplo. A la pregunta “¿cuántas reses tienes?”, los ganaderos jamás te respondían con la cifra exacta, sino con un lacónico, poco informativo “varias”.   Yo mismo soy medio campesino y los conozco muy bien. Eso me permitió a mí y a otros empadronadores, tan montunos como yo, lograr que nos dieran la cifra exacta.

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Este artículo se publicó el 22  de enero de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Sobre el sadismo político

La opinión del Escritor…

 

Guillermo Sánchez Borbón

Está visto que me es imposible retirarme (como lo exigen, casi a gritos, mi edad, mi salud y la sensación de que mi trabajo es inútil), gracias a los lustrados gobernantes –crecientemente mediocres y deshonestos– que se autoinflige el país cada cinco años.

Cuando recuperamos la democracia, tuvimos la gran suerte de que el primer Presidente fuera el probo, tolerante y sorprendentemente capaz Guillermo Endara. Este hombre, talentoso y bonachón, tuvo la gran virtud de calmar a un país crispado por el odio.   A los pocos días de haberse afianzado en el poder, fueron a visitarlo a la Presidencia, en nombre del PRD, dos de sus principales dirigentes, a quienes el flamante mandatario recibió en su despacho. Endara les ofreció todas las garantías para que se reincorporaran a la vida política de la nación.

Así lo hicieron, con gran disgusto de los fanáticos de signo contrario, que soñaban con venganzas y proscripciones. El hombre bonachón y sagaz que ocupaba la Presidencia sabía que su misión era acabar con el odio que envenenaba al país, y propiciar la reconciliación de todos los panameños, sin excepción. Ésta fue una de sus grandes contribuciones a la paz nacional. Además de poner en su lugar a quienes soñaban con venganzas y persecuciones. Calmó a un país crispado por el odio. Y algún día se lo reconocerán todos los panameños.

Su otra gran contribución a la salud política de nuestra patria fue haber presidido unas elecciones ejemplarmente puras, que rompieron (espero que para siempre) la cadena de fraudes que envenenó, durante demasiado tiempo, la vida política de la nación. Y a él no se le puede imputar un solo asesinato, una sola persecución, un solo carcelazo, un solo chanchullo personal o político.

Este hombre admirable, defensor de las libertades públicas y de las garantías personales, es uno de los grandes mandatarios que ha tenido nuestra patria. Uno de sus mayores méritos es haber recibido un país crispado por el odio, y haberlo calmado. Y, por sobre todas las cosas, haber roto la cadena de fraudes electorales que envenenaron la vida política de la nación durante demasiado tiempo. Sus sucesores (es justo reconocerlo) han seguido hasta ahora el saludable ejemplo. En todas las elecciones que se han celebrado, desde entonces, siempre ha ganado la oposición, y el candidato perdedor ha sido siempre el primero en reconocer públicamente el triunfo de su adversario. Hasta ahora.

Hoy soplan vientos de fronda. Martinelli está empeñado en espiar a todos sus adversarios políticos, como lo han revelado las filtraciones del famoso Wikileaks, cuya autenticidad no ha impugnado ningún funcionario del Gobierno norteamericano. Se quejan de la publicación de documentos secretos. Jamás han dicho que alguno de ellos sea falso. Por otra parte, 600 personas tenían acceso a los famosos documentos, supuestamente secretos; era solo cuestión de tiempo para que uno de ellos se los filtrara al gran público.

No voy a juzgar su valor ni su importancia. Para ello tendría que leer todos los papeles, cosa que no tengo ni tiempo, ni capacidad ni ganas de hacer ahora, ni después, ni nunca. Estos líos me aburren a muerte.

Pero hay otras razones. Una vez le dijeron a Diógenes de la Rosa, en mi presencia,  que estaban escuchando sus conversaciones telefónicas.   Respuesta: “no ve que yo soy tan tonto para conspirar por teléfono”. En mi caso tenían grabado mi teléfono, no para averiguar lo que yo opinaba del gobierno, pues lo sabían de sobra –porque yo se los decía todos los días en mi columna– sino para saber quiénes me daban informaciones supuestamente secretas. Otra idiotez, pues mis informantes burlaban esta posibilidad llamándome desde teléfonos públicos, y deformando su voz (cosa muy fácil: basta poner un pañuelo sobre el transmisor).

La única persona en el mundo que todavía cree en la santidad del secreto telefónico es Martinelli. Entre amigos, toda conversación telefónica (aun la más inocente) está hecha de sobrentendidos, es incomprensible para una tercera persona.

Martinelli revela una gran ingenuidad, si cree que los verdaderos conspiradores dan a conocer por teléfono sus planes y andanzas subversivas. Además –como lo he dicho varias veces–, toda conversación entre personas muy allegadas es incomprensible para una tercera, porque está hecha de sobrentendidos. Ejemplo:

–¿Lo viste?

–Sí.

–¿Y qué te dijo?

–Lo mismo que la vez anterior. Me vino con unas cortas y otras largas. Total que no pude sacar nada en claro.

Un criptólogo le daría la más siniestra interpretación a lo que no pasa de ser un intercambio de bobadas, sin la menor importancia. Si dos tipos se propusieran, digamos, tumbar al Gobierno, lo planearían en la calle o sentados a la mesa más discreta de un parque cualquiera.

Martinelli, muy enojado por la negativa de los gringos a espiar a sus adversarios reales o imaginarios, amenazó con contratar a los ingleses, los mejores aliados de Estados Unidos.   O a los israelíes, cuya nación no podría sobrevivir sin el apoyo de los gringos. No van a pelearse con Estados Unidos solo para calmar la manía de persecución del Presidente de lo que (para ellos) es una banana republic.

<> Este artículo se publicó el 31 de diciembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
Más artículos del autor  en:

La construcción de una pesadilla

La opinión de…

 

Guillermo Sánchez Borbón

Yo nací en Bocas del Toro, donde pasé muchos años de mi vida, empezando por todos los de mi infancia y mocedad. Explico esto no para gloriarme,   sino para que se entienda lo que viene a continuación.    En esos años, como todos mis paisanos, bebí únicamente deliciosa agua de lluvia. No había otra. Afortunadamente, la naturaleza era pródiga con nosotros. Llovía con una frecuencia a veces desesperante para los muchachos, que no podíamos jugar en la calle; pero todos sabíamos que una semana sin que cayera sobre nosotros un aguacero torrencial, era una sequía y nuestros padres nos racionaban el agua. Recuerdo que nos bañábamos con una velocidad vertiginosa. Pero a la sazón, la selva virgen nutría pródigamente al régimen de lluvia, y las sequías (o lo que nosotros llamábamos así) nos fastidiaban una vez cada tres o cuatro años, durante cinco o seis días.

La población del país era muy escasa por entonces, y la mano del hombre no le había infligido a la naturaleza un daño irreparable (la peor plaga de nuestro planeta es el hombre, que, entre todos los seres vivos es el único capaz de destruirlo).

En 1944 vine a vivir a la capital. En aquel tiempo, el agua de las dos ciudades terminales tenía la justificada fama de ser la mejor del mundo (aunque a veces, en mis ataques de nostalgia, añorara el agua que en mi pueblo natal compartíamos generosamente con los gallinazos).

Después de la Segunda Guerra Mundial se inició el éxodo masivo de los campesinos hacia las ciudades (un fenómeno global, exhaustivamente estudiado por especialistas de todas las latitudes). Ellos no tenían la culpa de haber nacido y crecido en la cultura del peladero. Y se inició la tala masiva de árboles bajo nuestras propias narices.

Y la población seguía creciendo desaforadamente con personas convencidas de que los árboles fueron hechos para derribarlos. No fue culpa de los flamantes campesinos (me complace admitir que los descendientes de aquellos pobladores están aprendiendo a respetar el árbol. Confortables chalets han ido reemplazando las casas brujas, y sus patios empiezan a ser embellecidos por las mismas especies que arrasaron sus abuelos.

No son muchos, pero revelan que algo ha empezado a cambiar en nuestro pueblo. Justicia poética: muchos de los ecologistas descienden de los enemigos de la naturaleza. Aunque tratan de salvar los árboles, otros continúan asesinándolos con el apoyo de nuestras lamentables autoridades. La más reciente hazaña de estos bárbaros ha sido la destrucción de una arboleda que se pavoneaba hermosamente a la vera de Calle Quinta. Pese a la protesta de los vecinos, fue arrasada por los nuevos agentes del peladero para construir una casa tan fea como su dueño.

¿Qué vamos a hacer con un país cuyo presidente actual es un agente de los enemigos de la naturaleza? Hace muy poco, él mismo, o sus paniaguados, autorizaron a una empresa extranjera a destruir un bellísimo bosque a fin de que estos delincuentes puedan saquear unas briznas de oro, cuyo precio ruego a Dios que se haya caído al piso cuando se dispongan a venderlo.

Desde mi infancia he oído un cuento que viene al caso. Un campesino (no diré de dónde para evitarme problemas), agobiado por el calor del mediodía, se refugió bajo un frondoso árbol. Cuando se hubo refrescado, se dirigía a su casa. De pronto se dio media vuelta, y dijo: “Jó, que lindo palo pa tumbarlo”. El cuento en verdad no tiene ninguna gracia, pero caracteriza mejor que un tratado la mentalidad durante mucho tiempo prevaleciente en nuestros campos. (Capítulo aparte merecen los empresarios y constructores que han convertido nuestra ciudad en una visión de pesadilla).

A propósito de cuentos: voy a relatarte uno que no tiene nada que ver con nuestro tema, pero quiero premiarte con él por la paciencia con que has seguido esta lata. Es un cuento que vi–leí hace 70 años, por lo menos, y se me quedó grabado para siempre en la sesera.   Al fondo del cuadro se ve a un caballero que está saboreando con deleite un huesecillo. En el primer plano dos señoras, que ostentan, a guisa de adorno, un hueso fijado a la cabeza de cada una de las dos no recuerdo con qué. Una de ellas, muy orgullosa, le dice a la otra, señalando al mondador de dientes: –¡A mi marido le encantan los niños!

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Este artículo se publicó el 15  de enero de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autro, todo el crédito que les corresponde.

Sobre el sadismo político

La opinión de…

Guillermo Sánchez Borbón

Está visto que me es imposible retirarme (como lo exigen, casi a gritos, mi edad, mi salud y la sensación de que mi trabajo es inútil),    gracias a los lustrados gobernantes –crecientemente mediocres y deshonestos– que se autoinflige el país cada cinco años.

Cuando recuperamos la democracia, tuvimos la gran suerte de que el primer Presidente fuera el probo, tolerante y sorprendentemente capaz Guillermo Endara. Este hombre, talentoso y bonachón, tuvo la gran virtud de calmar a un país crispado por el odio. A los pocos días de haberse afianzado en el poder, fueron a visitarlo a la Presidencia, en nombre del PRD, dos de sus principales dirigentes, a quienes el flamante mandatario recibió en su despacho. Endara les ofreció todas las garantías para que se reincorporaran a la vida política de la nación.

Así lo hicieron, con gran disgusto de los fanáticos de signo contrario, que soñaban con venganzas y proscripciones. El hombre bonachón y sagaz que ocupaba la Presidencia sabía que su misión era acabar con el odio que envenenaba al país, y propiciar la reconciliación de todos los panameños, sin excepción. Ésta fue una de sus grandes contribuciones a la paz nacional. Además de poner en su lugar a quienes soñaban con venganzas y persecuciones. Calmó a un país crispado por el odio. Y algún día se lo reconocerán todos los panameños.

Su otra gran contribución a la salud política de nuestra patria fue haber presidido unas elecciones ejemplarmente puras, que rompieron (espero que para siempre) la cadena de fraudes que envenenó, durante demasiado tiempo, la vida política de la nación. Y a él no se le puede imputar un solo asesinato, una sola persecución, un solo carcelazo, un solo chanchullo personal o político.

Este hombre admirable, defensor de las libertades públicas y de las garantías personales, es uno de los grandes mandatarios que ha tenido nuestra patria. Uno de sus mayores méritos es haber recibido un país crispado por el odio, y haberlo calmado. Y, por sobre todas las cosas, haber roto la cadena de fraudes electorales que envenenaron la vida política de la nación durante demasiado tiempo. Sus sucesores (es justo reconocerlo) han seguido hasta ahora el saludable ejemplo. En todas las elecciones que se han celebrado, desde entonces, siempre ha ganado la oposición, y el candidato perdedor ha sido siempre el primero en reconocer públicamente el triunfo de su adversario. Hasta ahora.

Hoy soplan vientos de fronda. Martinelli está empeñado en espiar a todos sus adversarios políticos, como lo han revelado las filtraciones del famoso Wikileaks, cuya autenticidad no ha impugnado ningún funcionario del Gobierno norteamericano. Se quejan de la publicación de documentos secretos. Jamás han dicho que alguno de ellos sea falso. Por otra parte, 600 personas tenían acceso a los famosos documentos, supuestamente secretos; era solo cuestión de tiempo para que uno de ellos se los filtrara al gran público.

No voy a juzgar su valor ni su importancia. Para ello tendría que leer todos los papeles, cosa que no tengo ni tiempo, ni capacidad ni ganas de hacer ahora, ni después, ni nunca. Estos líos me aburren a muerte.

Pero hay otras razones. Una vez le dijeron a Diógenes de la Rosa, en mi presencia, que estaban escuchando sus conversaciones telefónicas. Respuesta: “no ve que yo soy tan tonto para conspirar por teléfono”.   En mi caso tenían grabado mi teléfono, no para averiguar lo que yo opinaba del gobierno, pues lo sabían de sobra –porque yo se los decía todos los días en mi columna– sino para saber quiénes me daban informaciones supuestamente secretas. Otra idiotez, pues mis informantes burlaban esta posibilidad llamándome desde teléfonos públicos, y deformando su voz (cosa muy fácil: basta poner un pañuelo sobre el transmisor).

La única persona en el mundo que todavía cree en la santidad del secreto telefónico es Martinelli. Entre amigos, toda conversación telefónica (aun la más inocente) está hecha de sobrentendidos, es incomprensible para una tercera persona.

Martinelli revela una gran ingenuidad, si cree que los verdaderos conspiradores dan a conocer por teléfono sus planes y andanzas subversivas. Además –como lo he dicho varias veces–, toda conversación entre personas muy allegadas es incomprensible para una tercera, porque está hecha de sobrentendidos. Ejemplo:

–¿Lo viste?

–Sí.

–¿Y qué te dijo?

–Lo mismo que la vez anterior. Me vino con unas cortas y otras largas. Total que no pude sacar nada en claro.

Un criptólogo le daría la más siniestra interpretación a lo que no pasa de ser un intercambio de bobadas, sin la menor importancia. Si dos tipos se propusieran, digamos, tumbar al Gobierno, lo planearían en la calle o sentados a la mesa más discreta de un parque cualquiera.

Martinelli, muy enojado por la negativa de los gringos a espiar a sus adversarios reales o imaginarios, amenazó con contratar a los ingleses, los mejores aliados de Estados Unidos. O a los israelíes, cuya nación no podría sobrevivir sin el apoyo de los gringos. No van a pelearse con Estados Unidos solo para calmar la manía de persecución del Presidente de lo que (para ellos) es una banana republic.

<> Este artículo se publicó el 1 de enero de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Sobre censo e inundaciones

La opinión del Escritor…

Guillermo Sánchez Borbón

Ya no recuerdo exactamente cuándo, ni por qué entré a trabajar en la oficina que preparaba el censo de 1950, el primero rigurosamente científico que se realizaba en Panamá. Trabajábamos todos (técnicos y nosotros los burócratas) en una oficina enorme.

Nuestras jefas Carmen Miró y Ana Casís eran, como es natural, las únicas empleadas que tenían oficinas propias.   Todo el éxito de esta empresa se debe a estas dos mujeres extraordinariamente competentes.

Mis funciones eran bastante vagas. Un día enriqueció nuestras filas el gran pintor Eudoro Silvera (sus funciones eran muy precisas y tenían que ver con sus extraordinarios talentos y habilidades). Tengo que decir que todos trabajábamos arduamente, pero que nos divertíamos como locos en los pocos ratos libres que teníamos.

Trabajaba en el Departamento de Relaciones Públicas un conocido periodista que tenía la costumbre de escupir continuamente. Todos nos hacíamos los desentendidos, porque era una bella persona y un funcionario muy competente. Excepto Silvera, a quien este tic sacaba de quicio. Y un buen (o mal) día estalló, y escribió una nota que empezaba, más o menos, así:

“El Departamento de Higiene Pública, considerando que Fulano de Tal tiene la costumbre asquerosa de escupir continuamente”;

“Que en la actualidad azota a Panamá una severa epidemia de poliomielitis”;

“Que la saliva puede ser una de las principales fuentes de contagio”;

“Que el funcionario Fulano de Tal tiene la antihigiénica costumbre de esparcir continuamente, a diestra y siniestra, su saliva, seguramente portadora del terrible mal”;

“Resuelve”:

“Exhortar, como en efecto se exhorta al mencionado funcionario que se aguante las ganas de escupir en horas hábiles para hacerlo a gusto en su casa, cuando haya completado su jornada de trabajo en horas hábiles”.

“Dado en la ciudad de Panamá a los tantos días del mes tal de 1950”.

El periodista tomó muy a mal todo esto y me llenó de improperios acusándome de ser el autor de esta broma. Estaba tan enojado, que no me atreví a revelar quién era el verdadero responsable del desaguisado.   Y no volvió a hablarme.   En cambio, siguió manteniendo buenas relaciones con Silvera.

La historia del periodista hubiera debido terminar en este punto, pero no fue así.

Un día fue a Estados Unidos, donde, en una clínica famosa, lo aliviaron para siempre de la sordera. Supongo que a los  cirujanos se les fue la mano, porque cuando regresó a Panamá oía mejor que la persona más hiperestésica del mundo.

Al principio estaba contentísimo, pero desgraciadamente el hombre no fue hecho para una felicidad duradera.   Pronto nuestro periodista empezó a oír más de la cuenta. Y los ruidos de la calle, el ruido de un moscardón, los pasos sigilosos de una hormiga resonaban en sus oídos como cañonazos.

Escribió a su cirujano para que le devolvieran la sordera, porque el insomnio lo estaba matando. Pero el cirujano le respondió que eso (al menos en ese tiempo) era imposible. Y le formuló una pregunta muy pertinente: “si era feliz con su sordera, ¿por qué se operó?”.

A todo se acostumbra uno, aun a la hiperestesia. Aunque nuestro periodista nunca se consoló de que le hubieran devuelto su oído.


A medida que se acercaba la fecha del censo, empezaron a darnos cursos intensivos sobre el papel que nosotros íbamos a desempeñar; uno de esos cursos era para que se los retransmitiéramos a los empadronadores.   A mi hermano Rodrigo y a mí nos enviaron a Bocas del Toro, nuestra provincia natal. A mí me asignaron la zona bananera. A mi hermano Rodrigo el resto de la provincia, incluyendo las regiones indígenas. Nuestro general en jefe era una persona sobremanera capaz, inteligente y responsable, que andando el tiempo fue ministro del gobierno de Omar Torrijos.

La primera crisis se presentó en cuanto llegamos a Bocas del Toro. Entre los indígenas se había corrido el rumor de que nuestra misión en realidad era reclutarlos para que fueran a pelear a la guerra de Corea, que a la sazón tendría unos seis meses. Costó Dios y ayuda convencerlos de que nuestras intenciones no podían ser más pacíficas, tarea en la que nos ayudaron decisivamente los guaymíes que habían hecho su escuela primaria en la cabecera de la provincia. Y logramos superar la crisis.

De acuerdo con nuestras instrucciones, lo primero quehice fue darles unos cursos de preparación a quienes iban a ser los empadronadores en nuestra provincia. En una jornada relámpago les expliqué –lo mejor que pude– el trabajo de campo que les tocaba hacer.

Y llegó el gran día. Con la ayuda del equipo rodante de la empresa bananera –solicitado por el Gobierno Nacional– distribuimos a nuestros empadronadores por los poblados y villorrios de la zona. Todos estaban en sus puestos de trabajo a las 7:00 a.m. Yo tenía un carro de línea, que la empresa puso a disposición del censo. Con él recorría el área, asegurándome de que todos nuestros empadronadores estuvieran en sus respectivos puestos de trabajo. De cuando en cuando absolvía sus dudas.

Todo marchaba sobre ruedas. Al rato noté que uno de los empadronadores no se había movido de la primera casa de las varias que le habían asignado. Soy tan mal pensado, que mi cerebro se llenó vertiginosamente de levantes y otros percances. Cuando volví a pasar, casi al mediodía, el hombre no se había movido.

Fui a ver qué ocurría. Muy orgulloso, el empadronador me mostró el fruto de su trabajo. El hombre no sólo había anotado los nombres de las personas que vivían en esa casa, sino los de todos sus parientes, vivos y ya finados, hasta donde alcanzaba la memoria de los empadronados.

Soy un tigre en aritmética. Calculé que a ese ritmo terminaría dentro de dos años, y mis exigentes jefas habían ordenado que todo estuviera listo a las 5:00 p.m. o 6:00 p.m. (no recuerdo la hora exacta). Le expliqué al empadronador que su trabajo consistía en contar a los vivos que estuvieran presentes, y que dejara a los muertos en paz (ninguno de ellos iba a protestar porque lo pasaran por alto). Y lo acompañé a la siguiente casa donde yo mismo –en un dos por tres y en su presencia– empadroné a sus ocupantes.

Pese a esos percances, censamos a todos los habitantes de la provincia y sus vacas (porque era un censo agropecuario). Aunque hubo ciertas dificultades. Una de las preguntas que era preciso hacerles a los empadronados era la clase de servicio higiénico que tenían.   Han pasado 60 años desde entonces y, por supuesto, no recuerdo todas las respuestas. Ello no obstante, se me quedó indeleblemente grabada ésta, también anotada por un censor bocatoreño:   “Servicio: de agua, directo al mar”.

Mis jefas no habían sido bendecidas (o maldecidas) con mi sentido del humor, y no le encontraron ninguna gracia a ésta y otras respuestas.

Nos tambaleábamos de crisis en crisis. Un censo, para que sea fiel a la realidad, debe hacerse en un solo día en todo el país. Pero no contaban con la madre naturaleza. Los ríos en nuestra patria tienen un siniestro sentido del humor. En los momentos más inoportunos les da por desbordarse. El censo en Darién (al menos en uno de sus distritos) no pudo realizarse porque a los ríos más malhumorados les dio por salirse de madre precisamente ese día. No hubo más remedio que posponer el evento hasta que la madre naturaleza se calmara.

Cuando las aguas volvieron a su nivel, nos enviaron al licenciado Noel Morón Arosemena y a mí para que dirigiéramos el censo en ese distrito desfigurado por la inundación. Los dos estábamos muy jóvenes y llenos de brío, y no nos dejamos intimidar por la misión imposible que nos asignaron nuestras jefas. Tampoco nos dejamos intimidar por esperadas (e inesperadas) dificultades de orden práctico, que tendré que contarte el próximo sábado, porque noto que me he quedado sin tiempo y sin espacio.

 

<> Este artículo se publicó en dos entregas,  el 18 y el 25 de diciembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Aquel 7 de diciembre

La opinión de…

 

Guillermo Sánchez Borbón

Ese día –como todos los domingos– me había pasado la tarde entera bañándome en el mar con mis amigos de entonces. Para mejor inteligencia de lo que sigue, debo agregar que en aquel tiempo la planta eléctrica de Bocas del Toro se apagaba a las 6:00 a.m. y volvía a encenderse a las 6:00 p.m.   Siempre fue así, desde que tengo memoria. Doy estos detalles para que se comprenda lo que viene a continuación.

Me bañé bajo la ducha de mi casa para limpiarme de la picante agua de mar, me vestí y salí a dar una vuelta. Al pasar por calle cuarta, mi querida amiga Margarita Escovar (este apellido es tal como lo he transcrito, porque el nombre, corrientemente se escribe con b) me llamó desde el balcón de su casa para darme la noticia:

–¡Guillermo, los japoneses atacaron a los gringos en Pearl Harbor!

Yo no tenía la menor idea de dónde quedaba Pearl Habor (supongo que ella tampoco). Lo cierto es que yo me apresuré a ir directamente hacia una de las dos cantinas que, a la sazón, había en Bocas. En una de ellas, perteneciente al también dueño de la panadería, podía uno, con toda confianza –y sin sentirse obligado a consumir ni una soda– oír las noticias del día hasta altas horas de la noche. De cuando en cuando le pedíamos al cantinero “agua bien fría”, que él, obedientemente, nos servía.

Pues bien, esa noche la cantina estaba más llena que de costumbre. Todos los clientes querían ansiosamente conocer los pormenores del ataque. Después de escuchar todos los detalles, muchos se retiraron a sus casas. Yo, con otros clientes, nos fuimos directamente al Parque Bolívar, a discutir las terribles novedades. Y escuché toda clase de conjeturas. Según una de ellas, después de Pearl Harbor atacarían a Bocas del Toro (después me enteré de que esta conversación se repitió puntualmente en todos lo villorrios de Estados Unidos y de América Latina). Nosotros estábamos aterrados. Hasta que un realista, de esos que nunca faltan, preguntó:

–¿Por qué habrían de atacar a Bocas del Toro? Aquí únicamente hay casas que se caen solas de puro viejas, sin necesidad de que arrojen bombas carísimas sobre nuestro pueblo. Si bombardearan algo sería al Canal de Panamá.

Aquella observación, tan realista, provocó en todos los presentes un ataque de incontenible hilaridad. Y con esta alegría nos separamos todos y cada uno se fue a su casa a dormir, sin miedo a que las bombas japonesas turbaran nuestro sueño o pusieran fin a nuestras vidas.

Aquí hay algo incomprensible para mí. Alemania no estaba obligada por el pacto tripartita (Alemania, Italia y Japón) a declarar la guerra a Estados Unidos. Japón nunca se la declaró a la Unión Soviética, trabada a la sazón en una lucha a vida y muerte con los alemanes. ¿Por qué, entonces, lo hizo? Para esas fechas la Unión Soviética había detenido –muy cerca de Moscú–, el avance arrollador del ejército alemán, a un coste espantable de bajas para los dos países. Momento que los rusos eligieron para declarar la guerra a una nación dotada de formidables recursos industriales y agrícolas. He leído que los alemanes fueron víctimas de su propia propaganda, según la cual, Estados Unidos era un país en decadencia, minado por los judíos que en él vivían. Una explicación mejor que esa pertenece a un orbe incomparablemente más antiguo: “los dioses enloquecen a quienes quieren perder”.

Con la entrada en la guerra de Estados Unidos –dueño de una formidable maquinaria industrial y agrícola– era cuestión de tiempo para que Alemania fuera hecha pedazos por sus viejos y nuevos enemigos. Y con todo, pasaron casi tres años sangrientos para que Alemania fuera derrotada.

Cuando, en la primera reunión de los tres grandes, Roosevelt exigió la rendición incondicional de Alemania, Stalin y Churchill quedaron estupefactos;  pero Roosevelt, a juicio mío, tenía la razón. En la primera guerra mundial, los dos jefes militares de las Fuerzas Armadas, dijeron a su monarca que Alemania estaba derrotada y que había que pedir urgentemente la paz. Después, los dos jefes militares germanos corrieron a inventar –para consumo popular– la patente mentira de que Alemania perdió la guerra porque fue apuñalada por la espalda por los socialistas y los liberales.    Posteriormente, Hitler se aferró a esta estupidez y la vociferó en todos sus discursos, y quienes conocían a fondo los hechos tal como ocurrieron, fueron incapaces de contrarrestar esta patente mentira con la verdad histórica. Y así propiciaron el ascenso de los nazis al poder.

Roosevelt –que conocía a fondo la verdad– tenía la razón y se la impuso a los otros dos grandes, que no tuvieron más remedio que aceptarla. El presidente de Estados Unidos tenía la razón, desde luego, como lo reconocieron eventualmente los otros dos grandes.

<> Este artículo se publicó el 11 de diciembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.

Elecciones y paquetazos II

La opinión del Escritor…

Guillermo Sánchez Borbón

Yo nací y crecí bajo el liberalismo. Como el resto de mis paisanos, lo creía eterno. En 1968 su candidato, David Samudio, se enfrentó a Arnulfo. Éste logró, por razones demasiados complejas para analizarlas aquí, el apoyo de importantes facciones liberales disgustadas con Samudio, quien en mi opinión hubiera sido un buen presidente, pero que no lo fue porque le faltaba tacto político (cualidad indispensable) y se había enajenado a los líderes de facciones poderosas de su partido y de los partidos aliados al suyo.

Estos líderes, furiosos, decidieron darle un escarmiento ejemplar a Samudio. El resto es historia de sobra conocida. Perdió Samudio, pero debido a las características personales de Arnulfo y a la feroz ambición de los militares, a los 11 días de haber tomado posesión de su cargo, todos sus nuevos aliados estaban furiosos y a punto de romper con el socio mayoritario. El golpe de los militares a los 11 días de haber asumido el poder Arnulfo, el cuartelazo de octubre, impidió que consumaran un rompimiento formal –que todos sabíamos inevitable– entre Arnulfo y los partidos aliados a Arnulfo.

Una de las consecuencias del cuartelazo y de los años en el poder del llamado proceso (kafkiano) fue acelerar la muerte de los partidos tradicionales; pero yo tengo la seguridad de que todos estaban condenados a morir de muerte natural. Excepto el arnulfismo, que sobrevivió al cuartelazo y a todas las persecuciones militares. Gracias al veranillo democrático (definición feliz de Carlos Iván Zúñiga) que impuso Carter a Torrijos, Arnulfo regresó del exilio para dar su última batalla. Una vez más, los ciegos militares le arrebataron su triunfo con un paquetazo.

De ahora en adelante, el brazo político de los militares se irá encogiendo hasta que, por último, ya muy disminuido, irá a reunirse con todos sus antecesores (a menos que el actual presidente trate de reelegirse y le infunda renovados bríos al hoy predifunto).

No se crea, ni por un momento, que este ha sido un proceso exclusivamente panameño. En el resto del mundo ha ocurrido lo mismo. La otrora todopoderosa Democracia Cristiana se ha esfumado en todas partes (menos en Alemania y en Chile) en un plazo angustiosamente corto. Recordemos un proceso de agonía sobremanera veloz, del que ninguno de sus líderes tiene personalmente la culpa. Todos fueron arrastrados por una corriente incontenible. Voy a citar algo que escribí, hace casi 30 años, para un acto de ILDEA:

“Para poder subsistir, mucho antes del derrumbamiento de la URSS y de sus satélites, inteligentemente el comunismo italiano abjuró primero de Stalin, luego de Lenin y por último de Marx, es decir, de todos sus grandes patriarcas y santones, y de una teoría elevada por sus seguidores al rango de verdades reveladas.   Hicieron bien los italianos: no sólo por el desprestigio en que han caído aquellos nombres, sino porque ninguno de los profetas y políticos que nos legó el siglo pasado (y casi la primera mitad de este), puede aconsejarnos sobre las cuestiones angustiosamente urgentes de hoy. Ninguno de ellos (salvo Stalin, que optó por ignorar los peligros) conoció las armas nucleares, la sobrepoblación y la consiguiente (y tal vez irreversible) destrucción del medio ambiente”.

Páginas más tarde, escribí: “Y aquí tocamos una de las llagas más sensible del problema: el coste exagerado de las campañas electorales y el del mantenimiento de los partidos. Algunos jefes políticos de nuestros días, desesperados, han tenido que aceptar dineros cuya procedencia los dirigentes se han guardado de aclarar. Han pagado carísimo (con su muerte política) estas maniobras siniestras.

“Daré una idea del coste de las campañas: en 1992 la de Estados Unidos fue de 60 millones de dólares, en 1996 fue de 200 millones y se calcula que este año será de 500 millones. ¿Qué se esconde detrás de estas cifras? El Partido Republicano de EU, de suyo muy conservador, ha vendido su alma a poderosas fuerzas económicas.

Los diputados de este partido defienden públicamente los siniestros intereses de las compañías tabacaleras (que cada día ponen más nicotina a sus cigarrillos con el fin de enviciar a los adolescentes) y de la National Rifle Association, que pese a las tragedias ocurridas últimamente en las escuelas, sigue oponiéndose tenazmente a cualquier control de las armas de fuego, aun a la instalación de un dispositivo de seguridad que impediría que un niño de seis años de edad asesine en clase a uno de sus condiscípulos”.

<> Este artículo se publicó el 4 de diciembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
Más artículos del autor  en: https://panaletras.wordpress.com/category/sanchez-borbon-guillermo/

Elecciones y paquetazos

La opinión del Escritor…

Guillermo Sánchez Borbón

Una noche de estas, mientras daba vueltas al aparato de mi televisor buscando un programa cualquiera para matar una hora, tropecé con un programa que en ese preciso momento transmitía una entrevista a los dirigentes actuales del PRD. Ahí paralicé mi receptor, porque la muerte política es un tema que me interesa mucho, sobre todo cuando el muerto aún no sabe que lo es.

Trataré de explicarme.   Durante mucho tiempo el Partido Liberal ejerció en nuestro país una especie de monopolio político, sobre todo desde que (después de nuestra independencia), su principal adversario, el Partido Conservador, se fue volatilizando misteriosamente hasta desaparecer por completo.   Es cierto que con el correr del tiempo el liberalismo se fragmentó en facciones aparentemente irreconciliables; pero que se unían cuando su monopolio era amenazado por una fuerza política exterior.

Así ocurrió en 1948 para enfrentar al arnulfismo, tildado de fascista por sus adversarios políticos. Como de todo esto me he ocupado recientemente, no voy a llover ahora sobre mojado repitiendo mi análisis de hechos de sobra conocidos.   Baste con recordar uno solo.    Yo entré de lleno en la campaña electoral de 1960, que en mi provincia eligió como diputado a mi hermano Rodrigo y como presidente a Nino Chiari.   En aquel tiempo el arnulfismo no era, al menos en nuestra provincia (Bocas del Toro), un factor político de mucha entidad. Ello no obstante, observé, con interés, que los arnulfistas nos ayudaban activamente en la campaña electoral de 1960.

Yo sospechaba que había un acuerdo bajo cuerda, pero no estaba completamente seguro hasta que el historiador Conte Porras, en uno de sus libros, confirmó mis sospechas (muy vagas hasta entonces), de que en esas elecciones hubo un acuerdo más o menos secreto entre los panameñistas y los liberales. Según el historiador, Enrique A. Jiménez fue a Boquete y pactó el acuerdo con el mismísimo Arnulfo.   Don Enrique era el único caudillo liberal que podía hacerlo: uno de sus primeros actos como presidente fue autorizar el regreso de Arnulfo Arias (a la sazón exiliado en Argentina) al país, y permitir su participación en las elecciones de 1948.   Y luego trató de convencer a los liberales de que reconocieran el triunfo de Arnulfo. Era lo mejor para el país y para el liberalismo.

Pero entonces intervinieron unos energúmenos (para colmo recién llegados al Partido Liberal) que rechazaron el prudente consejo del viejo caudillo, y se deshonraron arrebatándole el triunfo a Arnulfo con un grotesco paquetazo. Arnulfo estaba al tanto de estos pormenores.    Por eso no tuvo ningún inconveniente en pactar con los liberales el acuerdo que en 1960 hizo posible su retorno a la palestra política.

El primer acto de los liberales en el poder fue devolverle sus derechos políticos al jefe panameñista. (Este ganó las elecciones de 1964, pero una vez más le robaron su triunfo con actos de magia matemática).

En las elecciones de 1968, gracias a unas inteligentes alianzas, el caudillo panameñista sacó tal cantidad de votos, que esta vez no pudieron privarlo de su victoria). Arnulfo era un hombre sobremanera hábil en la oposición. Su problema era que el poder se le subía a la cabeza y –como decía un psiquiatra español que vivió muchos años en nuestro país– lo inducía a cometer un disparate tras otro hasta que lo derrocaban.   Eso volvió a ocurrir a los 11 días de su toma de posesión. Pero sus enemigos políticos nunca pudieron despojarlo de su incontrastable popularidad. Su entierro reunió una gigantesca multitud (la más grande de nuestra historia), que le dio el último adiós llenando el cementerio y todas las calles de la ciudad.  El próximo sábado publicaré la segunda y última parte de este artículo.

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<> Este artículo se publicó el 27  de noviembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
Más artículos del autor  en: https://panaletras.wordpress.com/category/sanchez-borbon-guillermo/

Exámenes y guerra

La opinión del Escritor….

 

Guillermo Sánchez Borbón

Mi hermano Rodrigo y Ramón H. Jurado hicieron la secundaria juntos en el Instituto Nacional. Fueron muy amigos, una amistad que duró toda sus vidas. A pesar de que los dos eran inteligentísimos, no eran los mejores alumnos del mundo. Una de las materias que daban juntos era el latín. Durante un examen final, ninguno de los dos daba pie con bola. Se quejó Monchi: “Esto no lo resuelve ni un cura”.

Entonces Rodrigo, para distraerse (o simplemente para matar tiempo) se puso a hacer unos dibujitos sobre las páginas de la libreta que les habían entregado para que las llenaran con su conocimiento gramatical de una lengua que tenía no recuerdo cuántos siglos de muerta. Monchi, cuyo conocimiento del latín era tan vasto como el de mi hermano, se puso a mirar los muñequitos que dibujaba su condiscípulo. El profesor que les había puesto el examen se enfadó y le gritó a Monchi (y a todos los otros alumnos):

–¡El otro se mata estudiando, y usted viene a copiarse su examen!

Los dos estaban condenados al más ignominioso fracaso, y a perder el año. Y a afrontar las desagradables consecuencias.

Momento que aprovechó el destino (que tiene un siniestro sentido del humor) para darles la mano, una mano espantosa, que tendría para el resto del mundo escalofriantes consecuencias. El 7 de diciembre de 1941 el gobierno japonés, sin previa declaración de guerra, atacó inesperadamente a Pearl Harbor, y hundió a buena parte de la flota norteamericana anclada en las aguas de la bahía. Y aquí viene lo que para mí resulta incomprensible.

Según los términos de la alianza militar que habían concertado meses atrás Alemania con Japón, aquel país no estaba en la obligación de declararle también la guerra a Estados Unidos.

Pero como se dice “los dioses enloquecen a quienes quieren perder”. Y como la agresión a Rusia no iba tan bien como había previsto (o deseado) Hitler, llegó a la conclusión de que la tenaz resistencia de Rusia obedecía a que estaba esperando la ayuda militar gringa, decidió adelantarse declarándole la guerra a Estados Unidos. Astuta maniobra que selló la suerte de Alemania.

Para los dos amigos, la guerra vino a salvarlos de la ignominiosa suerte que venía galopando hacia ellos. Después del ataque a Pearl Harbor, el Gobierno panameño –como si obedeciera una perentoria orden del destino– previendo que los japoneses atacarían el Canal de Panamá, ordenó cerrar todas las escuelas del país. Para no perjudicar a nadie, hizo pasar a todos los alumnos al año siguiente. Así fue como Monchi y Rodrigo, que estaban en sexto año, se graduaron de bachilleres.

Tal vez para calmar los escozores de conciencia, ambos triunfaron en la vida. Monchi escribiendo grandes novelas (incluyendo El Desván, a juicio mío la mejor novela que se ha escrito en Panamá y una de las mejores de nuestra América); y Rodrigo fue durante muchos años empresario y luego diputado a la Asamblea Nacional.

Armas nucleares imaginarias

Y ahora digamos unas palabras sobre un tema muy distinto: la guerra de Estados Unidos, país cuyo anterior presidente fue una especie de asno parlante. No sólo era corto de inteligencia e ignorante (tal vez por eso mismo se dejó llevar por su siniestro vicepresidente al abismo). Cuando pulverizaron las torres gemelas de Nueva York, la CIA culpó a Hussein. Siguió una siniestra “tragedia de errores”.

Llenos de Santa Indignación, el asno gringo –empujado por su siniestro vice– ordenó la invasión de Irak. Con todo el infortunado país ocupado, los agentes y expertos gringos lo registraron de cabo a rabo: no encontraron las armas atómicas, porque nunca existieron.

¿Tons qué? Me parece que un experto gringo de The New York Times dio en el clavo. Las famosas armas nunca habían existido. ¿Entonces, por qué el gobernante iraquí no dejó que los gringos registraran de cabo a rabo el país para que comprobaran que no había armas nucleares, que nunca las había habido? Porque Hussein temía que los iraníes se sentirían tentados a invadir su país. Hay que recordar que Irán e Irak se trabaron, años antes, en una larga y sangrienta guerra, que terminó en empate. Y Hussein temió que la inexistencia de sus armas nucleares tentara al ñame del país enemigo a invadir el suyo.

Como se ve, todo ha sido una trágica comedia de errores.

<> Este artículo se publicó el 6  de noviembre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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Análisis final

– La opinión del Escritor…

Guillermo Sánchez Borbón

De acuerdo con el Informe Especial de Seguimiento y Análisis Final de la Defensoría Especial del Pueblo sobre los terribles hechos de Bocas del Toro (ver el artículo de Rafael Luna Noguera y Juan Manuel Díaz publicado en La Prensa del 26 de octubre) a “716 ascendió finalmente el número de personas heridas o lesionadas (44 policías) durante los disturbios ocurridos en Bocas del Toro el pasado mes de julio”. “67 registraron impactos de perdigones en los ojos, y, de estos, dos perdieron la visión de por vida”. Sus nombres, Virgilio Castillo y Antonio Smith”.

Aquí debo decir algo. La pérdida de la visión es, para cualquier ser humano, lo peor que puede ocurrirle. Si a esta desgracia se suma (para decirlo con palabras de don Jorge Manrique) el hecho de vivir “por sus manos”; es decir, de tener que ganarse la vida con el sudor de su frente, ejerciendo rudos, extenuantes y peligrosos trabajos físicos, la desgracia es incomparablemente mayor.   ¿El Presidente y sus paniaguados han tasado, con absoluta imprecisión, el valor de todos nuestros órganos. Por ejemplo –siempre de acuerdo con el artículo de La Prensa–: “Al entrevistar a Diana Morales, viuda del obrero Virgilio Castillo, ésta dijo que el Gobierno le dio un terreno en Finca 30 y materiales para construir una casa”. Tanta generosidad –aunque sea con los fondos públicos– es capaz de conmover al más pintado, o derretir el corazón más duro, o llenarle los ojos de lágrimas al más macho.

Por su parte, Catalina Guerra viuda de Smith, más afortunada que la otra viuda, “dijo que a seis de sus nueve hijos les dieron becas del Ifarhu –por 35 dólares cada uno–”.

“Los obreros que quedaron con ceguera total, Arsenio Fernández y Alfredo Jiménez, informaron, por su parte, que les dieron un bono de 800 dólares a cada uno”. Con esta suma –según mis cálculos– pueden vivir casi un año comiendo un bragadap día por medio, siempre y cuando no se desmanden y se les antoje, digamos, una taza de café sin leche (hay que evitar el colesterol), abusando de la infinita generosidad de nuestro amado “presindiente”. Después, si no se envician o se vuelven demasiado angurrientos (como dicen los curas en su argumento más serio contra el control de la natalidad) Dios proveerá.

Una de las características más grotescas de nuestro actual Presidente es la de echarle el muerto de todos nuestros (y vuestros también) males al moribundo PRD. Los partidos –como todas las creaciones humanas– nacen, se desarrollan, crecen, decaen y mueren. Tengo a la vista un ejemplo: el del Partido Liberal, que muchos llegaron a creer consustancial con la República y eterno, fue entrando en un lento y feo proceso de decadencia hasta morir de consunción. Y lo mismo le está pasando al lamentable PRD.

Pero a los políticos no les da el coco para prever procesos tan complejos. Y se comportan como si nuestras pobres creaciones humanas fueran eternas. Hasta que la muerte los toma por sorpresa. Yo, como todos, creí eterno el comunismo (solo dos pensadores rusos predijeron certeramente su muerte por consunción).   Debo precisar mi pensamiento: lo que murió fue el bolchevismo.   El socialismo está más vivo que nunca y es el porvenir del hombre y su única esperanza política.    Hoy estoy convencido de que la desgracia del bolchevismo es haberse escindido de los mencheviques. Con la influencia moderadora y sensata de éstos se hubiera construido, en tiempo récord, un socialismo civilizado (que, entre otras cosas jamás hubiera pactado con Hitler) y que habría agregado a las otras conquistas la libertad, que, como lo dijo un gran pensador, es una de las mayores conquistas revolucionarias del hombre.

Volviendo al tema que nos ocupa. ¿Leíste las declaraciones mendaces del “presindiente”? De acuerdo con él la culpa de todo la tiene el moribundo PRD.   Dejen descansar en paz a los muertos. Lo único que ha logrado el “presindiente” con sus mendaces declaraciones es prolongar un tanto la agonía del PRD.   Dejad que los muertos descansen en paz.

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<> Este artículo se publicó el 30  de octubre de 2010  en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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