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La opinión de….
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Julio Fidel Macías –
Los regímenes democráticos se robustecen en la medida en que el debate sobre la cosa pública esté desinhibido y sea ampliamente accesible. En este escenario, las libertades de expresión e información juegan un papel de suma trascendencia, pues sientan las bases del debate público. Obviamente que de la misma manera como esas libertades estimulan el debate público, su ejercicio temerario puede lesionar derechos subjetivos.
La reciente condena a prisión e inhabilitación para el ejercicio del periodismo impuesta a los periodistas Sabrina Bacal y Justino González por el delito contra el honor, puede ser catalogada como un precedente funesto en la lucha por la vigencia de las libertades de expresión e información. Un breve recorrido en la historia nos indica que posiblemente estamos aprendiendo a golpes una historia que no es propia.
El estudio de la Doctrina de la Real Malicia generada por la Suprema Corte de Estados Unidos en el caso civil The New York Times Company vs. L. B. Sullivan, es un referente obligatorio cuando se ponderan los valores que entran en conflicto cuando colisionan las libertades de expresión e información, por una parte y el derecho al honor, por la otra.
En este caso, Sullivan pretendía una indemnización económica por considerarse difamado por afirmaciones vertidas en una una página completa publicada en The New York Times perteneciente al Comité para la defensa de Martin Luther King y la lucha por la libertad en el sur, que se refería a la exigencia de los estudiantes negros de vivir dignamente. A pesar de que en ningún lugar de la publicación se mencionaba a Sullivan por su nombre, éste sostuvo que la palabra “policía” hacía referencia a él como comisionado de Montgomery, encargado del manejo de la situación con los estudiantes negros.
Aunque los tribunales de primera y segunda instancia accedieron a las pretensiones de Sullivan, ya que durante el desarrollo del proceso se pudo probar la falsedad de algunas de las afirmaciones contenidas en la publicación, el 9 de marzo de 1964, la Suprema Corte de Estados Unidos revocó las decisiones anteriores, bajo el criterio de que “Casos que imponen responsabilidad por informes erróneos de la conducta política de funcionarios reflejan la obsoleta doctrina de que el gobernado no debe criticar a sus gobernantes… La protección del público no solo requiere discusión, sino también información”.
Siguió acotando la Suprema Corte que “si el gobierno oficial debe ser inmune a acciones por difamación de modo que su entusiasmo para servir al público no sea ahogado y sin miedo, una administración vigorosa y efectiva de las políticas de gobierno” no será inhibida, luego el ciudadano y la prensa deberían igualmente ser inmunes a acciones por difamación de su crítica de la conducta oficial. Su entusiasmo como ciudadanos no será entonces enfriado y ellos serán libres de aplaudir o criticar la forma en la que los empleados públicos cumplen sus trabajos… El funcionario público cuenta ciertamente con el mismo –si no mayor– acceso a los medios masivos de comunicación que la mayoría de los ciudadanos particulares. En todo caso, a pesar de la posibilidad de que algunos excesos y abusos pueden quedar sin remedio, debemos reconocer que “el pueblo de esta Nación ha establecido a la luz de la historia, que, a pesar de la probabilidad de excesos y abusos (ciertas) libertades son, a largo plazo, esenciales a la opinión iluminada y a la conducta correcta de los ciudadanos en una democracia”.
La Doctrina de la Real Malicia impide que un funcionario público pueda reclamar sobre las manifestaciones inexactas o difamatorias relacionadas a su conducta oficial, a menos que se pruebe que se hizo a sabiendas de que era falsa o con una temeraria despreocupación sobre su verdad o falsedad.
El estudio de la Doctrina de la Real Malicia nos lleva a considerar, al menos, dos situaciones: la primera, sobre la necesidad de descriminalizar la calumnia e injuria, ya que si bien en cierto, el Estado en ejercicio del ius puniendi determina las conductas consideradas delitos, no es menos cierto que esa incriminación solo será necesaria en la medida en que ello resulte indispensable para la protección de los valores más significativos de la sociedad. En segundo lugar, bajo esta doctrina opera una inversión de la carga de la prueba, ya que es el funcionario público quien debe probar que la afirmación falsa o inexacta fue realizada con dolo o culpa grave, ya que de lo contrario se limitaría la labor informativa de los medios al obligarlos a obtener pruebas de tales afirmaciones.
La condena de los periodistas Sabrina Bacal y Justino González se traduce en un retroceso en la lucha por la vigencia de las libertades de expresión e información, ya que tal precedente puede conducir a la autocensura y por supuesto a la limitación del debate público como mecanismo para fortalecer la democracia.
<> Este artículo se publicó el 16 de octubre de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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