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La opinión del escritor católico…
vargasvidal@yahoo.com
Y ese niño, luz de luz y resplandor del Padre, viene a nosotros tan solo para salvarnos. Para darnos vida eterna. ¿Y qué somos nosotros para que Dios nos ame tanto?
Somos hijos de la desobediencia y la concupiscencia. Y, sin embargo, nuestra naturaleza puede elevarnos tan alto cuando estamos junto a Dios. Como puede arrastrarnos tan bajo cuando actuamos como la serpiente. Entonces somos como los Santos o como los demonios. Y cuando no somos ni lo uno ni lo otro, entonces andamos como perdidos en El Paraíso. Unas veces queriendo servirle a Dios y otras veces sirviéndole al demonio.
Dios, en cambio, es el mismo. Ayer, hoy y siempre. Y su luz es inextinguible.
Cuán triste es ver que esa hermosa luz que vino de Belén buena parte del mundo no la conoce. Y otra buena parte no la quiere conocer. No la conoce, quien la ignora; y no la quiere conocer, quien la desdeña. Esa es la sabiduría del mundo. Que sigue muchas veces entre tinieblas.
Cuando la fe concuerda con la razón recta, en abstracto, todo se ilumina. Y todo empieza a ver una luz esplendorosa desde ese humilde pesebre, y trasciende. Entonces hay alegría y entonces hay esperanza. Y esto no lo puede entender la Ciencia que quiere entenderlo todo. Porque nos olvidamos que no podemos saberlo todo, y menos sin la ayuda de Dios. Si vemos a la Navidad con ese espíritu frío, mercantilista, secular y carnal, o con fe mundanizada, ya no veremos la presencia y la belleza de lo sagrado en el mundo. Ya no habrá un nacimiento divino que nos hable de la presencia de Dios Salvador entre nosotros y por nosotros. Cuando sepamos arrodillarnos, adorar y callar frente a ese humilde pesebre, entonces tendremos en nuestra alma el verdadero sentido de la Navidad: ¡Dios nos ama tanto que nació entre nosotros para salvarnos!
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<>Artículo publicado el 24 de diciembre de 2010 en el diario El Panamá América y el 27 de diciembre en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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