Democracia y libertad de expresión

La opinión de…

 

Eduardo Rubén Ulloa Miranda

Cada vez más seguido escuchamos a funcionarios del Gobierno atacar a los medios de comunicación social y promover iniciativas que llevan como finalidad sancionar o penalizar a quienes a través de los mismos emiten críticas, comentarios o denuncias en torno a su persona.

Señalan quienes así actúan que hay un abuso de la libertad de expresión, que se afirman hechos que nos son ciertos, que se calumnia y ofende a los funcionarios públicos y que, por eso, debe sancionarse a los mismos.

Al respecto, debemos precisar, que no apadrinamos ni compartimos el exceso en la libertad de expresión ni la utilización de los medios de comunicación para generar campañas de desprestigio injustificadas y con fines ajenos al de informar. El periodismo debe ser usado con responsabilidad y profesionalismo, con independencia, objetividad y trasparencia, sin que ningún factor de presión, sea político, económico, o personal, lo desvíe de su sagrado deber de dar a conocer la verdad y generar opinión.

Ahora bien, debe tenerse claro que ningún hecho, por excesivo que sea, justifica que se adopten medidas gubernamentales con miras a limitar la libertad de expresión, establecer sanciones por críticas a los funcionarios públicos, ejercer una amenaza penal sobre los periodistas o influenciar sobre el ánimo del comunicador social frente al poder estatal. Esta censura velada se aleja de los principios fundamentales de la democracia y pone en manos del gobierno instrumentos de control y persecución contra la libertad de expresión.

Recordemos algo, quienes ejercen funciones públicas son servidores de la sociedad y no una casta privilegiada por encima del ciudadano común. Ellos se deben a los ciudadanos, quienes con sus impuestos pagan sus salarios. Están sometidos al escrutinio público y a la fiscalización de la sociedad pues fueron designados para adelantar una gestión pública determinada, definida por la Ley, y por tal razón deben rendir cuentas de sus actos.

Esa posición de exposición pública no les fue impuesta a los funcionarios, ellos por voluntad propia se sometieron a esta, al aceptar la designación o al ser electos para un cargo público. Ellos renunciaron a la privacidad de la que goza un ciudadano común, y decidieron ser figuras públicas sometiendo sus actos a la crítica social y a la valoración ciudadana.

La democracia representativa descansa sobre pilares fundamentales de esta, y uno de esos pilares lo constituye la potestad que tienen los ciudadanos de conocer, valorar, opinar, criticar, cuestionar y ser oído, en torno los actos ejecutados por los funcionarios públicos, como garantía de que la actuación de los estos responda a los mejores intereses de la sociedad, a la voluntad popular, y al mandato que les fue otorgado.

La designación a un cargo, sea por elección popular o por designación nominal, no conlleva un mandato abierto y sin límites para quien lo recibe. Tal y como lo señala nuestra Constitución Política, el poder público emana del pueblo, y ese poder nunca se traspasa o se cede de manera incondicional a persona alguna.

La escogencia de un Presidente de la República, en una democracia representativa, no es más que la designación de una persona para que administre la gestión estatal, ello en modo alguno significa que quien así fue electo pueda tomar decisiones de trascendencia especial para la sociedad, sin consultar con la sociedad civil que lo eligió. Ello tampoco significa que puedan cambiarse las reglas del juego en cuanto a libertades y participación ciudadana de manera unilateral y mucho menos el desconocimiento de consensos sociales, previamente alcanzados sobre derechos fundamentales.

Gobernar en democracia no es sinónimo de imposiciones. Se puede gobernar y dirigir los destinos de una Nación sin renunciar a los métodos de consultas ciudadanas. Se pueden tomar decisiones ejecutivas de manera rápida y efectiva sin dejar de oír a los ciudadanos y respetando los derechos y garantías individuales. La capacidad y liderazgo de un gobernante no la determina la fuerza con que imponga sus decisiones, sino la asertividad y calidad de sus actos, que habrán de hacer que la sociedad que regenta los identifique como afines a sus intereses.

La intolerancia del poder tiene como fuente la incomprensión de su papel de gobernante. No se puede ser demócrata a tiempo parcial, luchando y defendiendo las instituciones democráticas cuando se está en oposición o fuera del gobierno, pero desconociéndolas e ignorándolas cuando se está en el poder. Ese doble discurso no solo resta credibilidad a quien lo ensaya, sino que evidencia la ausencia de compromiso con la preservación del régimen democrático.

Creer que al haber sido electo para cualquier cargo de elección popular da derecho a actuar sin consultar es tanto como rememorar aquella frase de que “El Estado soy yo”, confundiendo consultar con cogobernar y estigmatizando la crítica social a su gestión con un ataque personal.

El respeto se gana, no se exige. Respetemos el derecho de los demás, defendamos las instituciones democráticas y pongamos siempre el interés común al interés particular de quien gobierna, sobre todo, no debe olvidarse que el poder es efímero y cambiante, pero las instituciones de garantías deben ser para siempre, pues quienes hoy detentan la dirección del Estado, mañana serán oposición y se darán cuenta entonces de lo importante que era luchar por el respeto a estas.

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Este artículo se publicó el 13  de enero de 2011   en el diario La Prensa, a quienes damos,  lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.