Megaproyectos, basura y buitres

La opinión de…

Patricia Pizzurno

Me inclino a pensar que Panamá es el único país del mundo que se atreve a acometer simultáneamente casi media docena de megaproyectos: la ampliación del Canal, el metro urbano, la cinta costera, la ciudad gubernamental, y por ahí se habla también del cableado subterráneo.

Es interesante analizar cómo cada gobierno nos obliga a percibir el país según su propia óptica. Anteriores administraciones patrocinaron la idea de que Panamá era un país pobre,   monocultor del Canal, donde el dinero estatal era escaso y huidizo.

Por el contrario, el actual gobierno parece alinearse en la orilla contraria y el mensaje que nos envía es que Panamá es supremamente rico, llamado para acometer obras faraónicas, al estilo de lo que ocurría en Dubai.

Entre medio, algunos organismos internacionales, apoyados en sesudos estudios, sustentan la idea que Panamá es un país rico con un elevado porcentaje de población pobre, donde la exuberante circulación de dinero determina que nadie merezca vivir en la indigencia.

No estoy segura que hoy en día seamos ni nos sintamos más ricos que durante las administraciones anteriores, aunque sí creo que estos megaproyectos sin una explicación clara de cómo se pagarán, disparan en forma incontrolable nuestros niveles de ansiedad, que junto con el costo de la canasta básica nos mantienen en un permanente estado de zozobra.

En este megaescenario, las dificultades con la recolección de la basura resultan contradictoriamente insignificantes, aunque todos sabemos que se trata de un gravísimo problema de sanidad pública. Panamá, como casi todas las ciudades del mundo, ha tenido una compleja relación con los desechos urbanos desde su fundación en 1673.   Prueba de ello son los relatos de funcionarios, científicos y viajeros que dejaron sus impresiones sobre el desaseo de la capital, algunos de los cuales guardan una escalofriante similitud con el momento actual.

En 1809, en las postrimerías del imperio colonial, el funcionario Santiago Bernabeu, denunciaba que “en el centro del casco” de Panamá,    “se halla una muchedumbre de … basureros” y la ciudad parecía “un pestífero lagar de suciedad”.   Agregaba que las pulperías “despiden …unos hálitos pestíferos de carnes corrompidas y otras especies que trastornan el sentido…”.   Veinte años después, bajo la égida colombiana, el gobernador Manuel María Muñoz se refería a los “muladares … establecidos en muchas de las plazas”,   donde “la basura y escombros ofrecen un cuadro triste y fatigante”.

Otros se concentraron en destacar el papel de los gallinazos como recogedores de la basura, lo que me lleva a pensar en los orígenes de la Dimaud.   Al despuntar la década del 30 del siglo XIX, el viajero estadounidense Adrian Terry observó que “bandadas de buitres carroñeros” eran los únicos recolectores de basura, aunque 20 años después, el barón de Japurá puso en duda la efectividad de estos “pajarracos”, cuando observó que la ciudad estaba “inmunda”. Durante los años de la construcción del Canal francés, Henri Cermoise le dio la razón a Terry cuando destacó el papel de “policía urbana” que cumplían los “gallinazos… despedazando las carroñas tendidas al sol”, al tiempo que observó que Panamá “no conoce otro medio de limpieza”, por eso “la municipalidad prohíbe, bajo severas penas, matar esos funcionarios gratuitos y celosos”.

Hoy, más de cien años después, la ciudad sigue batallando con el mismo problema, despidiendo malos olores, mientras las aceras repletas de basura le impiden el paso a los peatones e incluso, desbordan las calles. Funcionarios e instituciones se traspasan la responsabilidad, mientras los gallinazos se deleitan con tan pantagruélico festín.

La ciudad plural, con sus cinco magníficos espacios –Panamá la Vieja, Casco Antiguo, la ex Zona del Canal, el bosque tropical y el Panamá Manhattan–, que intentamos vender como un paraíso turístico en el extranjero, amanece cada día un poco más sumergida bajo la basura.

Sería verdaderamente tranquilizador para todos los residentes de esta ciudad que la recolección de la basura ocupara el primer lugar en la agenda de los megaproyectos de esta semana, para evitar tener que pensar como Francisco Peris Mencheta en 1886:  “los que aman la vida no deben ir allí (Panamá);   es fácil hacerse rico pero lo es también el morirse antes de haber ganado lo suficiente para el pago del entierro”.

<> Este artículo se publicó el 7 de octubre  de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos,   lo mismo que a la autora,  todo el crédito que les corresponde.

‘La vida no vale nada’

La opinión de…

Patricia Pizzurno

El título de este artículo corresponde al de una película que filmó Pedro Infante en 1954, y a una canción que 20 años después compuso Pablo Milanés y cuya letra dice: “La vida no vale nada, si no es para perecer. La vida no vale nada, cuando otros se están matando. Y sigo aquí cantando, cual sino pasara nada”. También José Alfredo Jiménez abordaba la misma temática en una célebre ranchera.

Lo cierto es que esta triste sentencia, válida para lugares extremadamente violentos como la Colombia de la década de 1990 o la fronteriza ciudad Juárez, en México, sitiadas por los carteles de la droga, parece encajar hoy a la perfección en Panamá, ya no exclusivamente por las movidas del narcotráfico, sino y, fundamentalmente, por la extrema fragilidad institucional.

En diciembre de 2006 escribí un artículo publicado en esta misma sección: “¿Casualidad o causalidad?” en el que analicé el alcance social de la tragedia del incendio del bus y del envenenamiento con dietilene glycol por parte de los asegurados de la Caja de Seguro Social.

Eran tiempos difíciles para los panameños durante los cuales nos embargó un sentimiento de extrema vulnerabilidad y pesimismo, pese a lo cual aún guardábamos la esperanza de que tamaños desastres lograrían inyectar en nuestras instituciones y sus representantes, sobre todo en la justicia, sensibilidad social y sentido de responsabilidad. Hoy reconozco que estábamos equivocados.

El escenario de inseguridad ciudadana que nos enfrenta al surgimiento de sectores urbanos inaccesibles por la extrema violencia, así como diversas explosiones en la ciudad capital, producidas por fallas eléctricas o por estallidos de gas, sin olvidar las traumáticas toneladas de basura que nos inundan, nos sumergen en el siniestro círculo del miedo que es muy difícil romper. Una sociedad con miedo es una sociedad paralizada, confundida y altamente ineficiente. La conclusión es que la vida no vale nada, máxime “si cuatro caen por minuto”, como dice Pablo Milanés, y a nadie parece importarle.

La falta de regulaciones, la escasa presencia del Estado como gendarme y garante de nuestras vidas y del cumplimiento de las disposiciones existentes, la laxitud en el tratamiento de los problemas de seguridad ciudadana que aquejan a la sociedad en general, demuestran a las claras que aún estamos lejos de alcanzar los estándares de respeto por la vida humana imperantes en el primer mundo. Aunque obtengamos los grados de inversión de las calificadoras más reputadas y lleguen poderosos inversionistas a Panamá, debemos aceptar que si las instituciones no son capaces de garantizar la vida de los asociados, es seguro que esos capitales enrumbarán hacia otras latitudes donde la vida humana sí tenga valor.

El fracaso del sistema educativo no debe medirse por el desconocimiento del nombre del autor del himno nacional, sino por la absoluta ausencia de cultura ciudadana y urbana, escaso o nulo civismo y, sobre todo, la total ignorancia de lo que significa vivir en sociedad. Estas carencias hacen de Panamá una jauría humana intentando sobrevivir, aunque para ello tengamos que ensayar el devorarnos unos a otros. Aquella sentencia que nos enseñaban en la escuela: “Mis derechos comienzan donde terminan los derechos de los demás”, parece ya no tener valor, igual que la vida.

El tráfico es buen ejemplo de la barbarie que nos maniata, pero no es el único. Jóvenes agresivos que no saludan y ni siquiera conocen el significado de las palabras “gracias, por favor o disculpe”, adultos que empujan y avasallan para abordar un bus, pasan primero frente a una larga fila o se hacen atender antes en cualquier mostrador sin respetar a los demás, que abusan de los niños, los ancianos y los discapacitados, me indica que hemos construido una sociedad especialmente miserable de la que somos sus principales rehenes. Me viene a la memoria el cuento de Guy de Maupassant, La miseria humana.

El “juega vivo” y la ley del más bruto (el síndrome de Pedro Picapiedras) son los motores del escenario: el que grita más; el que tiene el 4×4 más grande para amedrentar al transeúnte; el más vulgar; el que tiene más dinero aunque sea mal habido, son las voces escuchadas y respetadas.

La vida no vale nada y cada vez vale menos, porque la institucionalidad está en crisis y no cumple sus funciones, sean cuales sean. Lo peor de todo es que la justicia no parece tomarse en serio a los muertos. “La vida no vale nada si yo me quedo sentado” dice Pablo Milanés, porque las muertes violentas en lugares públicos a los que asisten nuestros hijos, como antes lo hacíamos nosotros, los accidentes urbanos en edificios nuevos, las extorsiones telefónicas, la violación del domicilio, los secuestros express forman parte del paisaje cotidiano, de la normalidad de la vida y quedan impunes la mayoría de las veces.

Creo que debemos volver a creer que la vida es valiosa y a exigir, como dice el cantautor cubano, el derecho a “morirme en una cama”.

<> Este artículo se publicó el 22 de septiembre de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos,   lo mismo que a la autora,  todo el crédito que les corresponde.

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Los avatares del Museo Antropológico

La opinión de …..

PATRICIA PIZZURNO

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Los avatares del Museo Antropológico

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Cuando en diciembre de 1976, la antropóloga Reina Torres de Araúz y su equipo de trabajo, abrieron las puertas del Museo del Hombre Panameño, muchos presagiaron mejores tiempos para la cultura y mayores cuotas de compromiso por parte del Estado.

El guión original sintetizaba la plurietnicidad y la multiculturalidad panameña, mediante una lectura didáctica y sencilla al alcance del gran público.  Corrían los tiempos en que el Consejo Internacional de Museos proponía la educación y la comunicación como propósitos esenciales de éstos, apostando a la creación de departamentos de educación y acción cultural.

Durante casi 20 años, el Museo Antropológico fue el ícono de la museografía panameña, hasta que nuevas y exitosas propuestas, unidas al desinterés oficial, lo condenaron al olvido.  Problemas estructurales, saqueos, falta de financiamiento, fallidos intentos por establecer un patronato, falta de continuidad en las políticas museográficas y un largo corolario de problemas, entre los que no estuvieron ausentes los conflictos personales, los celos profesionales y la desidia, condenaron a nuestro museo insignia al cierre temporal durante varios años.

Por casi tres décadas funcionó en el emblemático edificio de la Plaza 5 de Mayo, construido por la Panama Railroad Company como estación del ferrocarril, hasta que en 2005 se trasladó al actual edificio en los Llanos de Curundú, cuya reinauguración estuvo marcada por una espectacular muestra de las esculturas de Auguste Rodin.   La nueva estructura especialmente diseñada para alojar una propuesta museográfica, fue financiada por el Gobierno de Taiwan y está estratégicamente ubicada a pocos metros del Parque Metropolitano, de Albrook Mall y de la sede Harmodio Arias de la Universidad de Panamá, lo que debería convertirlo en centro focal de estudiantes y turistas.

En 1989, en ocasión de la invasión de EU, la Sala de Oro del museo fue saqueada, y otras piezas destruidas. En 2003, decenas de valiosos artefactos fueron sustraídos, en lo que se conoce como “el robo del centenario”.   Actualmente, sus valiosas colecciones, que conforman el patrimonio arqueológico nacional, permanecen la mayor parte del tiempo almacenadas en las bodegas, fuera del alcance del público, y muy pocas piezas poseen una ficha completa en la que figure la procedencia y la datación.

Con escasísimo personal, sin un departamento de investigación ni de educación y acción cultural, el museo sobrevive casi por inercia. Mientras los museos se enrumban hacia modelos más empáticos e interactivos, estrechando vínculos con el entorno social, cultural, educativo y hasta paisajístico, y los museos antropológicos y arqueológicos crean espacios de comunicación articulados con los yacimientos arqueológicos, el nuestro permanece de espaldas a cualquier nueva propuesta.

Un museo es mucho más que un escaparate visual arqueológico para deleite del público, detrás se entreteje una serie de actividades que garantizan su éxito: conservación, exhibición, investigación, educación, recreación y aspectos estéticos.

El museo necesita reformular sus objetivos educativos y crear nuevas estrategias de comunicación con la sociedad. Para ello, hay que diseñar un guión que propicie el acercamiento con el público mediante una lectura clara, reveladora y actualizada del patrimonio pre hispánico.

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Publicado el 21 de octubre de 2009 en el diario LA PRENSA, a  quien damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que le corresponde.

Educación para la integración global

Educación para la integración global
Patricia Pizzurno

Entre algunos docentes circula una broma que relata cómo un maestro del siglo XIX despierta en el XXI y se encuentra completamente desorientado, frente a una realidad desconocida: automóviles, televisión, computadoras, aviones, centros comerciales, rascacielos y hospitales gigantescos, hasta que, de pronto, entra en una escuela y declara con alivio: «Esto es una escuela, igual a las que teníamos en 1890, solo que el tablero era negro». Esta broma –macabra– sirve para poner de manifiesto que la educación no ha acompañado los cambios dramáticos que sufrió el mundo en los últimos cien años.

En el siglo pasado Panamá acometió la mayor revolución social de su historia: la alfabetización. De los 80% o 90% de analfabetos que teníamos en 1903, apenas hoy si tenemos 9%. A simple vista las cifras deslumbran, pero no todo lo que reluce es oro, máxime si nos detenemos a valorar la calidad de la educación. No hay más que releer el desalentador informe de Preal de 2003, para sentir que estamos al borde de la catástrofe.

El Estado panameño invierte aproximadamente el 10% del presupuesto nacional en educación, una cifra aceptable a nivel mundial y una de las más altas de América Latina, de manera que el problema parece no estar allí, sino en cómo se invierte. Lo que está en juego es el replanteamiento del modelo educativo.

El Consorcio de Habilidades indispensables para el siglo XXI creado en Estados Unidos en 2002, por entidades públicas (Departamento de Educación Estadounidense, Asociación Americana de Bibliotecólogos, Sociedad Internacional de Tecnología en Educación, Consorcio de Redes Escolares) y privadas (Apple, Cisco Systems, Dell, Microsoft, Sap), tiene como principal objetivo «diseñar un modelo de aprendizaje exitoso en el que se incorporen las habilidades necesarias para desempeñarse adecuadamente en este milenio». Busca, además, una interacción armónica entre las demandas académicas, cívicas y económicas.

En la guía diseñada por el consorcio se recomienda un modelo educativo para el nivel primario y secundario, basado en la investigación, que incorpora seis elementos que considera indispensables: materias básicas, habilidades de aprendizaje, herramientas para el siglo XXI, contexto para el siglo XXI, contenido para el siglo XXI y evaluaciones para el siglo XXI.

Por razones de espacio, trataré de sintetizar esta información. Las materias básicas son: lenguaje y comunicación, lenguas extranjeras, historia, arte, matemáticas, economía, gobierno y cívica, ciencias y geografía. Estas asignaturas son irrenunciables porque sintetizan la base de todo el conocimiento necesario en esos niveles.

Las habilidades y los temas pertinentes al siglo XXI, que tanto los docentes como los estudiantes deben investigar dentro y fuera del aula, interactuando con el mundo real y creando así nuevos ambientes de aprendizaje, son: conciencia global, alfabetización económica, financiera y de emprendimiento, alfabetización cívica, responsabilidad social, competencias de aprendizaje permanente e innovación, identificación, planteamiento y resolución de problemas, dominio de las Tics (tecnologías de información y comunicación), gestión de información, conocimiento de la salud, trabajo autónomo y trabajo en equipo, desarrollo de la inteligencia emocional (EQ), del sentido común y del compromiso ético, entre otros, que darán como resultado la maduración de un pensamiento crítico, analítico y sistémico fundamental para la inserción en un mundo sometido a cambios rápidos y dramáticos.

Este modelo educativo para el siglo XXI, necesita que los maestros sean introducidos en el escenario de cambios, pues mientras permanezcan huérfanos de estrategias metodológicas y del conocimiento de la tecnología, permanecerán también de espaldas a las exigencias del siglo XXI.

De la mano del currículo y de la capacitación de los docentes, camina el material didáctico que no puede seguir siendo el mismo que hace dos siglos. Por eso, el dominio de las Tics para acceder, manejar, integrar y evaluar información, es la clave para construir el nuevo conocimiento, cónsono con los requerimientos de la sociedad actual.

La reforma educativa en Panamá va más allá de sacar y poner asignaturas, crear nuevas instituciones pedagógicas o cambiar los libros de texto todos los años. Estas reformas se quedan siempre, inexorablemente, en la superficie, maquillando el problema y perpetuando un modelo ineficiente y colapsado. El mundo globalizado exige hoy una revolución educativa en Panamá, para que en la próxima década se remuevan los viejos esquemas anquilosados que nos subsumen en el pasado y nos impiden alcanzar un futuro con mayor equidad social.

Publicado el 1 de marzo de 2008 en el diario La Prensa