Reflexiones de un forense sobre Haití

La opinión del Médico……

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José Vicente Pachar

Se supone que los médicos forenses, quienes diariamente trabajamos con cadáveres, estamos en ventaja respecto a los demás mortales al momento de afrontar una situación catastrófica con numerosas víctimas fatales. Tal suposición desconoce nuestras vivencias y emociones, ya que si siempre hiciéramos nuestro el dolor asociado a la muerte quedaríamos paralizados y en un precario estado de salud mental.

Partimos hacia el país más pobre de América; despojo de tragedias políticas, humanas y naturales, tres funcionarios del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Panamá, junto con un entusiasta grupo de rescatistas y comunicadores sociales, sabiendo únicamente que había sucedido un cataclismo de dimensiones y repercusiones desconocidas; nosotros, con el propósito de colaborar en el manejo de cadáveres en situaciones de desastre.

El itinerario inicial cambia y en lugar de tocar tierra en el aeropuerto de Puerto Príncipe, arribamos al de Santo Domingo en la República Dominicana para después viajar por tierra hacia Haití el día siguiente.

Llegamos a la frontera entre ambos países, portal entre la seguridad y el dolor y la muerte. En el modesto hospital provincial de Jimani vimos decenas de heridos en precarias condiciones, un pesado ambiente de medicina de guerra con médicos rendidos por el cansancio, el estrés, la sensación de impotencia y la desesperación de las limitaciones.

El viaje continuó a la mañana siguiente y a medida que nos acercamos a Puerto Príncipe notamos las dimensiones de una tragedia apocalíptica. La ciudad estaba parcialmente en ruinas, sumida en el caos, las estructuras básicas de la red social habían colapsado. No había agua ni luz, tampoco comunicaciones, cientos de asesinos y violadores estaban sueltos por el desplome de las prisiones.

Entre los escombros, la brisa levantaba un polvo blanquecino, residuo de las precarias construcciones y en el pesado ambiente había un penetrante olor a cloaca, descomposición y muerte.

Cientos de maltrechos seres humanos, ya sin lágrimas, vagaban por las calles tratando de sobrevivir entre la desesperación y el abandono buscando agua y comida en medio de un salvaje ambiente darwiniano, de supervivencia del más fuerte, donde las mujeres, los niños, las personas con discapacidad y los ancianos quedaban en clara desventaja.

El terremoto ocurrió avanzada la tarde de un día laborable, cuando los funcionarios públicos estaban en sus oficinas, los creyentes en sus iglesias, los profesores y los estudiantes en las universidades, los niños reunidos en sus centros cristianos, la gente en los comercios y en sus casas. Repentinamente el minuto de terror y destrucción; luego, escombros inestables de edificios, viviendas, escuelas, negocios, tantos que es fácil deducir que miles de personas murieron instantáneamente. Pero el horror de esa suposición se magnifica al comprender que cientos de personas sobrevivieron y quedaron atrapados entre las ruinas, muriendo lentamente en la oscuridad, sufriendo sin esperanzas la soledad de su tormento.

Pasadas las horas de terror, algunos familiares pudieron rescatar y dar sepultura a sus seres queridos. Muchos cadáveres fueron quemados, pero la gran mayoría de los cuerpos de miles de seres humanos fueron amontonados, arrojados con palas mecánicas en volquetes y enterrados anónimamente en fosas comunes.

Somos afortunados al estar de vuelta en nuestro país y tenemos como tarea pendiente, contribuir al desarrollo de los planes de prevención y respuesta para situaciones de desastre.

Mi admiración y respetos para el grupo de rescatistas panameños, muchos de ellos voluntarios, que durante el día exponían sus vidas para salvar la de otros y que al terminar sus labores, completamente extenuados, pasaban las horas entre la oscuridad y el calor; prácticamente a la intemperie, tratando de descansar en medio de legiones de agresivos mosquitos, aullidos interminables de perros abandonados y el miedo permanente de las réplicas crecientes del terremoto.

Mi eterna gratitud a los hermanos dominicanos que nos ofrecieron sincera amistad, cuidado y apoyo. Un especial reconocimiento a las autoridades consulares de Panamá en República Dominicana, ejemplo de nobleza, humanismo y dedicación, quienes hicieron posible nuestro seguro regreso a casa.

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Publicado el 29 de enero de 2010 en el Diario La Prensa, a quien damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que le corresponde.