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La opinión de…
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Magela Cabrera Arias –
En varios países –especialmente Colombia y Ecuador– se hace un muñeco con trapo y cartón que personifica el año que finaliza y que a medianoche del 31 de diciembre es calcinado en medio del jolgorio de todos. La hoguera donde se quema el Año Viejo es parte de una suerte de rito que expulsa energías negativas del ciclo que finaliza, al tiempo que deja el camino libre a las energías positivas del Año Nuevo; al final se lee un testamento –que a modo de catarsis y de forma irónica– alude a figuras políticas a los que el agónico año viejo deja una herencia.
Soy el año 2010 moribundo. ¡Hijos, acérquense a escuchar mi testamento!
A mi querido Juan Pueblo le pido perdón por dejarle muertos, ciegos, desahucios, educación y salud de mala calidad, inundaciones, más impuestos y pobreza.
En esta hora fatal, a mi hijito Ayú le dejo una Constitución para que le sirva de guía y pueda mantener el rumbo sin perder la hidalguía cuando le toque el turno de discutir la reforma y de dejar la silla.
A mi hijo Bosco le quito la consola de videojuegos y los guantes de boxeo y le dejo una copia del derecho a la ciudad de Brasil, para que juegue a hacer una ciudad con patrimonio cultural e histórico y amplios espacios públicos.
A mis nietos, los honorables diputados, les dejo unos lentes bien potentes y de marcos importados para que vean bien las leyes que aprueban y que luego no aleguen –como en el caso del chorizo– que no supieron ni vieron.
A mi sobrino Javier le dejo la película Una verdad Incómoda para que la disfrute junto a Carmencita, Raisa, Gabriela y Alida.
A mis cuñados los fiscales les dejo una atarraya de kriptonita para que la usen sobre el sistema de justicia para tapar hoyos, lagunas y puertas por donde se cuelan los peces más gordos.
A mi compadre Gustavo le dejo un Lamborghini que, aunque ajeno, lo hace lucir vigoroso; eso sí con la promesa de que arroje muy lejos el pele police que deja sueltos a los rabiblancos y agarra a los rabiprietos.
A mi sobrino Salo le dejo un hotel para que aloje gratis a los funcionarios de la Unesco que quieran visitar al Casco Antiguo antes que le quiten el título de Patrimonio de la Humanidad.
A mi hijo Ricardito le dejo una laptop con internet de banda súper ancha para que pronto se entere de lo que dice Wikileaks, y prepare sus discursos con rapidez y destreza.
A mi hijo Federico le dejo un helicóptero para que acuda raudo y veloz a dar discursos bonitos, alejándose así de los tranques infinitos.
A mi hijo Carlitos le dejo una casita de muñecas para que con un bono de vivienda disfrute del amplio espacio de las urbanizaciones en la periferia.
A mi hija Alma le regalo un trabajo en las bananeras bocatoreñas para que pele el ojo bajo el candente sol.
A la Autoridad de Aseo le dejo unos camiones muy bonitos –casi nuevos–, ya que los $80 millones alcanzaron para pintarlos de colores patrios.
A los amantes de la cultura les dejo un billete de lotería premiado para que creen editoriales, museos y hasta una concha acústica para la cinta costera, así apoyarían a escritores, pintores, escultores y músicos panameños.
A los amantes del deporte les dejo energía y el campo libre para que organicen los próximos Juegos Centroamericanos y Panamericanos; a cambio me llevo a Franz y, a los Miguelitos, a unirse con Melitón.
A Juan Pueblo le dejo ¡optimismo! Y unas palabras sabias de Frei Betto: “Tengo la certeza de que nada vuelve a una persona más feliz que el empeñarse a favor de la felicidad ajena; y esto vale tanto en la relación íntima como en el compromiso social de luchar por ‘otro mundo posible’, sin desigualdades insultantes y en el que todos puedan vivir con dignidad y paz. El derecho a la felicidad debiera constar en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y los países no debieran ansiar en adelante el crecimiento del PIB, sino el del FIB: la Felicidad Interna Bruta”.
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Este artículo se publicó el 6 de enero de 2011 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que a la autora, todo el crédito que les corresponde.
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