Cambios democráticos judiciales

La opinión de ……

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Francisco Zaldívar S.


En buena hora se anuncia para este año la opción de reformas constitucionales por parte del Órgano Ejecutivo, dentro de un clima que exige cambios en todas las esferas públicas y más en el área judicial, donde está la parte más sensible del acontecer de los derechos humanos, con sus consustanciales garantías.

La Constitución es el medio democrático por excelencia que regula y limita la vida del quehacer de las autoridades. Dentro de la idea de limitación de las gestiones de la autoridad, que es el principio, se incluye a las judiciales, en especial, a las que componen y hacen relación con la jerarquía máxima jurisdiccional en quienes reside la última potestad, que tiene como fin y razón de ser último, asegurar los derechos de todos.

La regulación del Título VII, Administración de Justicia, Capítulo 1, Órgano Judicial, de la Constitución, no es de la mejor inspiración. En lo profundo, en la definición de los valores humanos, subyace la ideología autoritaria, antítesis de la democracia constitucional de los tiempos modernos, por lo que he ahí, tal como es, el reflejo de la conducta de los llamados a exaltar la máxima magister dixit, que promulga la aceptación de los fallos de la Corte Suprema de Justicia, tan criticados por la participación ciudadana, a través de las organizaciones civiles y los medios de comunicación, conscientes de su papel contralor del sistema jurídico-socio-político del país.

El fundamental cambio constitucional formal a plantear, en lo judicial, es eliminar la expresión “justicia” del nombre de la Corte Suprema, porque es anticuado, poco técnico y confunde.

El órgano supremo al que se le asigna la tarea de resolución de conflictos jurídicos, tiene la función de solución que le provee el derecho. La justicia solo es un concepto subjetivo.   Cuando el juez busca en su sabiduría la solución del conflicto y no en las reglas del derecho, usurpa la tarea de los dioses. La justicia es cosa de dioses, que no se equivocan, mientras que al juez le sigue, como la sombra al cuerpo, el concepto objetivo, errare humanum est. Por consiguiente, la denominación del título, como sección de la Constitución debería ser, de la jurisdicción del Estado.

El artículo 207 de la Constitución establece que no se admitirán recursos de inconstitucionalidad ni de amparo de garantías constitucionales contra los fallos de la Corte Suprema de Justicia o sus salas.   Esta prohibición, enfocada desde el ángulo sustancial, es lo más absoluto que desdice de la Constitución. Con la interdicción de la facultad a recurrir en derecho contra el absurdo, como los hay,  de los fallos de la Corte y sus salas,  basta para calificar la tendencia ideológica, antidemocrática, de nuestro sistema constitucional.

La Corte y sus salas que en un sistema democrático constitucional son las llamadas a asegurar las garantías, como la justicia lo es, en la casa de los dioses.

La Corte es la primera que se venda los ojos para no ver sus errores y perpetuar los mayores desafueros, que conculcan derechos humanos y la garantía del debido proceso, que aseguran la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y los pactos internacionales, que establecen que toda persona tiene derecho a un recurso que lo ampare de las arbitrariedades de la autoridad.

Se indica con esto, que la organización judicial panameña está más comprometida con preservar la integridad de la Constitución, que con asegurar la eficacia de la indemnidad de los derechos del ser humano, esencia del derecho, del proceso y la razón ideológica de la Constitución democrática, moderna.

Concordante con la idea de poder que inspira la regulación ideológica de la influencia absolutista en el Órgano Judicial, que conculca las de garantías humanas, bajo la temática de fondo, está el artículo 165, acápite “c” de la Constitución, que faculta, no inadvertidamente, a la Corte Suprema de Justicia a proponer leyes de expedición o reformas de los códigos nacionales.

La función de la Corte Suprema de Justicia es interpretar y aplicar la ley,   no hacerla y menos, con provecho, moldearlas a su talla.

Por un principio de separación de los poderes, por el cual tanto la humanidad ha luchado, esta norma debe suprimirse, porque pone en manos de la Corte una función más, que agobia sus apretadas y altas responsabilidades naturales y constitucionales, con la cual se abroga por el poder mismo la tarea delicada de hacer sus instrumentos jurisdiccionales a su conveniencia.

La Corte se parcializa con el objeto y fin de las leyes de su iniciativa, que ha de interpretar y aplicar, pues prima para ella sus poderes de autoridad sobre los derechos de las partes y facultades de sus apoderados.

Se siente cómo la administración de justicia devalúa y rezaga el principio de ausencia de formalismos, inspiración de las normas procesales, a las que se refiere el artículo 215 de la Constitución, en una franca postura inconstitucional, en cuanto que, entraban, con exigencias burocráticas y necias en el trámite, cada vez más, la participación y rol de los abogados en el proceso, en detrimento de las partes, al mantener una legislación procesal absolutista, por ser el sistema judicial que nos rige de clara ideología publicista, en que solo cuentan los intereses de la autoridad.

El formalismo, como tributante de la corriente absolutista, cuenta solo para dos cosas, una es el instrumento del incapaz que no conoce sus funciones para rechazar o negar lo que no domina y teme y; la otra, la capa que oculta el interés de negar el derecho o lo razonable.

Así, mal se enfoca el proceso por las conveniencias absolutas de la autoridad, cuando debe serlo para asegurar los derechos y garantías de las partes, a través de sus abogados, nos conduce a cambiar de actitud, apuntalando eficazmente una reforma de fondo y forma, que proyecte radicalmente el positivismo democrático constitucional, en lo que atañe al mundo judicial.

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Publicado  el   16  de  enero  de 2010  en   el  Diario  La  Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.