La opinión de…..
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Rodolfo Bundy Grajales
Las escenas que vimos del partido de béisbol entre Bocas del Toro y Chiriquí han revelado una horrible realidad: el panameño se ha convertido en uno de los pueblos más violentos del área. Lejos de cumplir su noble cometido de proporcionar un ambiente de relajamiento y entretenimiento familiar, el béisbol semiprofesional que se practica en el país ha pasado a ser una actividad llena de riesgo y peligro, tanto para jugadores como para los fanáticos que asisten a los estadios.
Las pasiones desbordadas y mal encauzadas han dado origen a los más bochornosos episodios: directores de equipo y jugadores que se niegan a aceptar las reglas del juego y las decisiones arbitrales, jugadores que se agreden entre sí y fomentan trifulcas campales, protestas airadas que rozan en la violencia física, y cuando se limitan a lo verbal son de lo más subidas de tono que se pueda imaginar.
Espectadores enardecidos e intoxicados que celebran, bañando al resto con cerveza, los logros de sus equipos, y se enfrascan con el vecino de la silla próxima por una diferencia de criterio o un vacilón en un mal momento. A esto se suman los organizadores de eventos masivos que incumplen las reglas mínimas para garantizar la seguridad de los asistentes, y las autoridades que omiten su responsabilidad de garantizar el cumplimiento de esas medidas. Todo este microcosmos de caos y desorden es un retrato de nuestro país dentro de un estadio.
Las empresas cerveceras venden sin límite sus productos, más allá del poco autocontrol del consumidor; no se respeta al que no toma, y las pocas autoridades de seguridad no retiran del área a los fanáticos pasados de tragos que, generalmente, arengan a la multitud pasiva y promueven el desorden gritando improperios y haciendo obscenidades a la vista de todos, cual si se tratara de una gracia.
Muchas veces hemos salido bañados en cerveza de un estadio, aun sin haber bebido una, solo porque al de arriba se le ocurrió celebrar tirando al aire su cerveza. ¿Acaso el que no tiene cerveza o el que no la lanza a los demás no está feliz de su triunfo? Me ha tocado ver peleas comenzar y extinguirse por esta causa, sin que llegue policía alguno. Lo peor es que los espectadores miran mal al que reclama, como si fuera un deber dejarse ¡mojar con cerveza! Los veteranos, incluso, llevan paraguas para protegerse de estos episodios de éxtasis que se repiten a veces con cada carrera que se anote durante el juego.
Dudo mucho de que el panameño en sus cinco sentidos sea una persona violenta, nadie ve peleas en las filas para comprar las entradas, por más largas que puedan ser, porque en ese momento todos están sobrios… ¡he ahí la clave del asunto! Es conocido que el alcohol nubla los sentidos y desinhibe las pasiones, aumenta el estado de euforia y promueve el descontrol al derribar las barreras de la prudencia, la cordura y el autocontrol.
¿Acaso alguien vio o supo de algún episodio violento durante los pasados Juegos Centroamericanos? La causa salta a la vista: no se vendió una sola gota de alcohol. Por eso, urge que se reglamente la venta de licor en los estadios y se regule el comportamiento de los asistentes, penalizando la ebriedad pública con expulsión inmediata e inapelable del recinto. Los deportes tienen reglas claras y solo es cuestión de hacerlas cumplir, apoyando las decisiones arbitrales atinadas y sancionando a los árbitros por omisiones; las federaciones deben apoyar y aceptar las sanciones reconociendo sus errores y enmendando sus faltas.
El Estado, a través de las autoridades del orden público, debe velar porque se cumplan las leyes y la Constitución donde inequívocamente se garantiza la vida, honra y bienes de los ciudadanos, asignando a cada quien su función, independientemente de si la federación paga o no el “servicio”, pues al final los que asistimos a los estadios somos ciudadanos y pagamos nuestros impuestos para que se nos garanticen nuestros derechos, y el más esencial de todos es el derecho a la vida.
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Este artículo se publicó el 8 de mayo de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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