La opinión de…..
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Hernán Acevedo Moreno
Entre 1990 y el presente Panamá ha experimentado un deterioro progresivo en la fluidez y seguridad del tránsito vehicular. Los gobernantes han aplicado, con escaso éxito, medidas tendientes a aliviar esos problemas: nuevos reglamentos de tránsito, operativos, adiciones y ampliaciones de vías, puentes peatonales, semáforos inteligentes, etc. Los frecuentes y descomunales tranques en el Corredor Sur, en la carretera Interamericana, en la Transístmica y en las principales vías de la ciudad, aunados al creciente número de víctimas de accidentes, apuntan a la falta de algún ingrediente en la fórmula.
Opino que la limitación en el éxito se debe a la escasa atención prestada a la causa principal de tales males: nuestra cultura.
A los panameños nos repugnan los tranques, los daños materiales, los lesionados y los muertos; pero más nos repugnan las restricciones que un ordenamiento vial nos impondría. En respuesta –casi pueril– a ese conflicto, hemos incorporado a nuestra cultura una serie de derechos y permisos que van a contrapelo de cualquier esfuerzo gubernamental para reducir el caos. Derechos y permisos tan reales que, en el devenir normal, priman sobre lo legal, lo justo y lo razonable.
En nuestra sociedad los conductores tenemos permiso para robarnos las luces amarillas, tomar giros a la derecha desde el paño izquierdo, conducir vehículos sin cumplir con los requisitos de licencia, seguro, placa y condiciones mecánicas adecuadas, salir disparados cuando la luz delante de nosotros cambia de roja a verde, desatender todas y cualesquiera señal de tránsito, incluyendo las de alto, luces rojas, vías únicas, giros prohibidos, etc.; retroceder en las rampas de acceso a autopistas y viaductos; interferir con la circulación de otros; entrar en argumentos estériles con los agentes de tránsito que nos llaman la atención; ofrecer coimas cuando el argumento no funciona; y así sucesivamente.
El “hombre de pueblo” cree que tiene, entre muchos, el sagrado derecho de cerrar cualquier vía con el fin de llamar la atención de los gobernantes sobre problemas reales o imaginarios; de apearse y de abordar taxis y autobuses en cualquier sitio; de cruzar la calle por donde le place y caminar por donde le da la real gana; de tomarse vías de circulación, aceras y servidumbres para llevar adelante sus actividades económicas; de no pagar las infracciones que le haya impuesto la autoridad; y de contar con precios de transporte que no cubren los costos de mantenimiento de los equipos.
Los propietarios de equipos para el transporte de carga cuentan con permisos para exigir a los conductores violar cualquier norma que atente contra la maximización de sus ganancias. Los industriales y comerciantes, para convertir cualquier vía pública en patio de maniobras de sus articulados y volquetes. Los promotores de bienes raíces, para alojar los vehículos de servicio, de visitantes, y hasta de uno que otro ocupante de su edificio, en las calles vecinas.
Para lograr el éxito se hace necesario desplegar un esfuerzo –hasta ahora ausente– para cambiar esos perversos preceptos culturales. Las herramientas de la sociología resultan indispensables para conocerlos detalladamente; las de la pedagogía, para formular nuevos preceptos que sean más consistentes con nuestras metas de fluidez y seguridad en el tránsito vehicular.
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Este artículo se publicó el 21 de abril de 2010 en el diario La Prensa, a quienes damos, lo mismo que al autor, todo el crédito que les corresponde.
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